domingo, 2 de diciembre de 2007

Jueves anterior. Comer. Ir a la universidad. Como todos los días. En los últimos 15 años de su vida C se ha dedicado con obsesión a la docencia. ¿Son 20 o 30? Porque él dice, No hay otra manera. Y parece ser cierto. No hay otra manera de dedicarse a un oficio mal pagado, con decenas de estudiantes desfilando su estupidez y sus ropas a la moda. Animalitos en el páramo. Más las inoperancias propias de una burocracia docente, y la ambición empresarial. Llegó a la universidad casi por casualidad. Fue un año después de terminar su carrera de periodismo que, harto de la cotidianidad, decidió que quería regresar a su tierra de origen, al pequeño pueblo atrapado en las montañas del sur. C entonces creía, ahora ya no, que se puede ser libre cuando se huye, cuando decide escaparse de lo que cree es su fuente de angustia. Pero uno se lleva siempre el dolor a donde vaya. Ahí, en medio de los estudiantes tan jóvenes como él, C empezó a descubrir que la docencia no era solo un trabajo para sobrevivir, un simple empleo que se toma como ser cajero de banco, visitador médico, o barman. Había que enfrentarse con los lados oscuros de la condición humana, con el poder, que es lo mismo que con el destino. Así C repitió, casi sin querer, los comportamientos que siempre había repudiado. Y se volvió el maldito, el cínico, el desgraciado, sometiendo a sus inocentes alumnos a lecturas interminables, controles de lectura, y exposiciones en las que, la mayoría, se presentaba como fantasmas salidos de ultratumba. Luego, cerró los ojos, y pasaron los años, y un día se descubrió más patético que nunca, y sus palabras se le quedaron atragantadas, y una llenura enfermiza le infló la barriga.