lunes, 21 de julio de 2008

Miércoles anterior. Escribir. No se sabe sobre qué. Solo el uso del verbo, así en infinitivo, que es no decir nada, y que por lo tanto, puede decir todo. ¿Sobre qué escribe C?, se pregunta él mismo, pero no encuentra explicación. No quiere conceptos ni tendencias que lo lleven hacia algo seguro, porque, si algún día se decide en serio a escribir, será sobre la divagación, sobre la propia sustancia humana, el infierno, y la navaja. O los estados de la perplejidad, como cuando descubrió que la comida no era solo una nominación. Es así: C estaba en La bella y la bestia, una fonda popular, de marcada reputación por el sabor de su comida. Hay aserrín en el piso, diez meses repletas de gente, acomodadas en un estrechísimo espacio. Un cuadro de La última cena en la pared, y una refrigeradora acomodada en una esquina. Un gigante con la nariz aplastada, la bestia, distribuye los platos de seco de chivo, guatita, caldo de patas, ubre, lengua, mote y ají de tomate de árbol. Una mujer gorda, blanca y rosada, la bella, mueve las enormes ollas de aluminio. El fuego, que sale de la cocina a carbón, se pega a las manchas ya negras de las ollas, y caliente el ambiente. Un hombre y dos mujeres, de inmensas proporciones, los hijos, también se hallan en los ajetreos de barrer, lavar los platos, descorchar las colas o servir los jugos de coco. Está junto a Matute que, con fauces de lobo hambriento, mastica los trozos de carne. C, ha pedido, como hasta ese día, lengua con arroz. Una idea le llega, así de pronto, no sabe por qué pero pregunta, Matute, ¿por qué le dicen a esta comida lengua? El padre le mira, duda por un segundo de la intención, pero prefiere una respuesta directa, Porque es de lengua, pues hijo. C, vuelve a preguntar, ¿De lengua de qué? Matute contesta, De la lengua de la vaca. Ahí C descubre que esa lengua que el come es esa lengua de la vaca y se llena de nausea. La idea de comer algo que está en la boca de un animal le repugna. Se imagina la saliva, los mocos, el estiércol, la hierba, los moscos, la piel de la vaca que se mezclan en cada poro de la lengua, que hacen un solo bolo aguado, que pasa por la garganta, se distribuye por los estómagos, con los ácidos, por las tripas, hasta salir por el rabo, en enormes pedazos de mierda de vaca, esa que ha pisado en el parque Miraflores, y que otras vacas comerán, en una infinita maquinaria de la naturaleza. C se jura que nunca más comerá lengua, y treinta años después todavía no ha declinado esa decisión.