lunes, 27 de agosto de 2007

En la tarde va a un mall. Compra marcadores de colores, tres resmas de papel bond inen A4, y mazquin. Ha decidido, para esta tarea, dejar de lado su lapto. Prefiere las manos, la textura del papel, y el color de los marcadores. Piensa, Cada día una hoja. Que C pegará en su estudio. Tiene suficiente espacio en las paredes, y si se precisa más quitará los retratos de Cortázar, Borges, y García Lorca. O sus cuadros. De todas maneras esos lienzos, más o menos grandes, C los desprecia, y no los ha quemado por su madre. Ella sufriría mucho si supiera que han pasado a mejor vida. Y C no quiere darle más penas. Pero quizás sea esta una buena ocasión para crear con ellos, y con unos cuantos cientos de libros y su respectivos libreros, una fogata. Y cierra los ojos. Está sentado en uno de los asientos del tren Bourdeaux-París. El cielo naranja se expande por su ventana. Baja la mirada y encuentra sus botas viejas, de mochilero, el jean agujereado y el buzo oscurecido por el sudor. Está delgado. En su mochilla lleva una manzana y un sánduche de tortilla española, que trae desde Madrid. Ha terminado sus estudios de cine en Valencia y ha emprendido un viaje soñado hasta París. Síndrome de Ulises, piensa. Pero he decidido hacer una parada de dos o tres días en Sant Junien, para visitar a una amiga de la universidad. Llego el viernes a las 5 pm, según el horario, le confirma por teléfono el día anterior. Muy bien, le contesta la voz al otro lado. C se baja en la estación. Espera que los cinco niveles aprobados en la Alianza Francesa le sirvan para algo. Busca la dirección en su libreta. San Junien es un pueblo pequeño, así que no te cuesta mucho encontrar la dirección. Timbra. Hay unas voces que hablan por el citófono. C no entiende nada. Silencio. Otra vez pregunta, ¿Dónde está? Las voces, diminutas, perdidas en la electrónica, le repiten. C está desconcertado. Camina de regreso a la estación. Hay un hotel al frente. Pide un cuarto. Es carísimo, pero no queda de otra. Piensa, Mañana debe llegar. La televisión muestra a Aznavour. Se aburre. Sale a caminar. Tiene un dolor que le atraviesa el cuerpo. Pero ha decidido no gastar nada. Ya mañana se pondrá de acuerdo con su compañera de universidad. En la noche se encierra en su habitación. Es húmeda y vieja. Se acuesta, quiere dormir pero tiene hambre. Por suerte recuerda que tiene el bocadillo. Todavía se puede comer. Y la sabe a gloria. La televisión destella, el francés le resulta un idioma incomprensible. Piensa en todo lo que ha gastado para estudiarlo. Pasan las horas pero no puede dormir. No sabe cómo pero llega el día. Quiere bañarse, pero no hay ducha. Con señalas le hace entender a la recepcionista del hotel de su necesidad. Y esta le trae una palangana y una jarra de agua. Así se bañan los franceses. Regresa al departamento de su compañera. Otra vez las voces que le dicen, que él cree comprender, que no hay regresado, que no lo hará en los próximos días. C mira las calles del pueblo, los autos nuevos, la tienda de tabacos, el correo, y le parece que es un sueño, uno de esos estados oníricos en que se confunde todo. Cuatro horas después está en otro tren, con el sol de fuego cayendo por la ventana. Abre los ojos y mira las resmas de papel, y los marcadores. Dice, Mañana será un gran día. Y se acuesta a dormir como hace años no lo hace. Son las 9 de la noche. Y solo le falta tomar un vaso de leche tibia y abrazar a un osito de peluche. Pero en la refrigeradora solo tiene vodka y restos de comida china. Y el único oso de peluche que tuvo en su vida fue lanzado a la basura cuando C lo descubrió, en una caja escondida en la buhardilla de la casa de su madre, el día que cumplió 20 años.

domingo, 12 de agosto de 2007

El domingo no empieza como debía. La boca le sabe amarga, a ese sabor que viene de adentro, cerca del espíritu. Cuando abre los ojos sabe que no podrá repetirse nada, y esa certeza no le importa, parece que ya nada le importa, y recuerda a Onetti, en su cuarto en Madrid, acostado para siempre, a la espera de dormir para siempre. Piensa, el sueño y la muerte se parecen. Porque C cree que dormir es una forma de morir. La mitad de la vida nos pasamos pensado en la muerte, y la otra durmiendo una muerte que nos espera. Se levanta y prende un cigarrillo. En su velador está la lista que debía cumplir. La toma y la revisa. Hay tantos pasos que dar. ¿Por qué C se deja arrastrar por un aburrimiento que lo consume todo, por qué no continúa con el plan trazado, por qué abre la ventana y mira la calle, las señoras que caminan, el perro que busca entre la basura, el borracho que duerme detrás de un árbol, y no se concentra en llevar adelante todo lo que, escrupulosamente, ha organizado para ese día? Toma un baño largo. El agua caliente le alivia la presión del cuello. Cuando se seca, su imagen reflejada en el espejo empañado le resulta extraña. Se imagina que sale de su departamento. Toma su carro, y se deja ir. Llega a un pueblo escondido de la selva. Compra una finca y una hamaca. Lo poco que siembre le basta. De tanto en tanto mata una gallina, o un puerco. La gente de los alrededores le mira con recelo. Él se mantiene distante. Un día escucha un disparo. Se deja guiar por los gritos. Busca entre los la vegetación y encuentra a un joven. Debe tener doce o trece años. Está sangrando. Lo amarca y lo lleva a su casa. La pierna le sangra. Le venda, con trazos apurados. Los milicos, dice el joven, fueron los milicos. Andan desde hace una semana al otro lado del río buscando a los guerrilleros. Al poco rato llegan sus vecinos, que también han escuchado el disparo. Desde ese día le toman cariño. C es invitado a los bailes, a las reuniones de la comunidad, y le hacen padrino. Pasan los meses. Hay fumigaciones con glifosato, incursiones militares y la diplomacia que quiere reventar el problema. Está en la frontera norte. Se escuchan casos de gente que recibe balas perdidas. C sale, como todas las tardes, a mirar el río. Lo último que recuerda es un zumbido, un pinchazo fuerte en la cabeza. Sigue frente al espejo. Se seca el pelo, y está seguro de lo que tiene que hacer. Como suele acontecerle otra vez sabe exactamente lo que debe hacer. Sube a la terraza del edificio donde vive. Lleva una manta. Se saca la ropa y deja que el sol le caliente. Tiene un frío que le carcome los huesos. Piensa, Estoy a punto. Y parece que es así porque cree haber descubierto el dispositivo que necesita para recomenzar la escritura. Y ahora la llama así: recomenzar, y ya no comenzar. El impulso inicial ya existió, y aunque desapareció, se puede recuperar. La solución está en crear una cadena de acciones que lleven a ese domingo, pero no a partir de un nuevo domingo, sino de un sábado, un viernes, un jueves quizás. De tal suerte que se pueda engañar al tiempo. Coger vuelo, como le dicen, antes de dar una salto. Porque ese domingo, como cualquier otro, no es independiente de los otros. Por el contrario, forma parte de un encadenamiento, y por eso, no puede aislarse. Entonces C lo tiene ya resuelto, es imprescindible que se cree un conjunto de segmentos interconectados para que poder reproducir ese segundo tan ansiado. Piensa, Así la vida. Pero sabe también que ese domingo requiere de días anteriores, y éstos de unos que están más atrás, de una semana que es el resultado de otras que la preceden, y de meses y años que conforma, indisolublemente, un pedazo de existencia. Así para todos los seres humanos y sus eventos. Pero a C solo le interesa la suya en particular. Las listas tendrán que aumentar. Así, deberá detallar cada uno de los días, las semanas, los meses y los años que ha vivido hasta ese domingo. Claro que en cada lista ha decidido, y creo que hace bien, eliminar todas las acciones mecánicas, las que no son elementales, las simples instrumentalizaciones: así, ya no importa enumerar cada uno de los pasos que se dan para cubrir una cuadra, ni la respiración, ni la mirada, ni el movimiento de las manos, basta con señalar el acontecimiento al que lleva esa acción. C escribe en una lista: Camino a la tienda. De esta manera las listas se reducen significativamente. Ahora, solo debe recordar las acciones más importantes de los días anteriores para llegar a crear las condiciones similares de aquel domingo. C sabe que esto sigue suponiendo un proyecto inmenso. Una aventura extenuante, pero es su aventura y ha decidido entregarse a ella. Tiene la esperanza, y hay que calificarla como tal, de que en un momento cualquiera, casi sin darse cuente, encuentre una cadena de acciones que se junten durante toda su vida para formar la línea básica de su existencia. Algo así como un adn de eventos. Así podrá eliminar todos los otros. Una vez elaboradas todas las listas, sus ojos, lo sabe como lo sabía Nash, su cerebro tendrá la posibilidad de subrayar, con un haz de luz invisible, solo aquello de singular importancia. Luego de lo cual tendrá que repetir las acciones esenciales que conformen esa cadena de eventos. C cree que no serán muchas. Pero todavía no se aventura a lanzar una cifra. Prefiere, sobre la marcha del proyecto, atreverse a poner un número. Por lo pronto sale a un restaurante chileno y se toma dos cervezas frías con dos empanadas. Y se siente dichoso. No le importa como le mira la gente. Los rostros de extrañeza con que los comensales lo miran. Y es que C no se ha dado cuenta, quizás por la euforia del momento, que solo lleva puesta una salida de cama, y unas zapatillas rojas de plumón, que es el único regalo que le aceptó a Loló.

lunes, 6 de agosto de 2007

Jueves. Todo vuelve a la calma. Hay otro presidente. C se queda en el departamento. Cocina pasta. Toma una botella de vino blanco. Fuma un chafo. Más tarde un café y alguno cantuchines. Le encantas estas galletas con almendras. Le llega la imagen amarillenta, como del color de la orina, de la Strega, una bebida del sur de Italia. Y los paisajes de la Toscana, en verano, los cielos azules que cubren inmensos campos verdes. Los castillos, otrora fortines violentos, convertidos en restaurantes. Las fiestas que celebran los matrimonios. Los antipastos, los platos fuertes y los postres. El limonchelo. Y todo le parece un sueño, un paisaje de colores, que se derrite en la fría tarde quiteña. En la noche mira la televisión, y se duerme con el sabor amargo que deja la vida cuando está atravesada por el dolor.
Viernes. Se levanta y va al parque. Faltan dos días para recuperar ese instante maravilloso. C se ha convencido de que lo va a lograr. Que su fuerza de voluntad, y todos los pasos que tiene que dar, escrupulosamente anotados, serán suficientes para repetir ese momento. Se pone un calentador y se va a un parque. Mira los árboles, y los caballos amarrados a sus troncos. Son viejos y maltratados ejemplares que deben soportar a los clientes que pagan por montarlos unos minutos. Hay otros, lustrosos y sanos, que montan los policías. En la noche se va a un bar, de esos que además tiene una diminuta pista de baile. Toma vodka tras vodka, y mira a las parejas dar decenas vueltas, agarrados de las caderas, de los brazos. Apretados y sudorosos. C fuma. El aire está denso, fantasmagórico. Solo descubre ojos, y el brillo de unos lentes. El sonido del hielo en las copas, y la música que retumba en todas las esquinas. El piso se mueve. Eso cree C, pero no es así. El es quien se mueve. Está como en un barco en alta mar. Se va hacia la izquierda, parece que el piso se inclina hacia ese lado. La noche le pasa volando. Cuando sale del bar son casi las cuatro de la mañana. Apenas puede caminar. Sería presa de cualquier ladrón sin mayor problema. En las calles ya no hay el fragor de hace algunas horas. La mayoría de la gente se ha marchado. Quedan los borrachos, los vendedores de droga, las prostitutas, los travestis y los policías. C llega a su departamento. Y duerme. El sábado se pasa en la cama, bebiendo agua, café, y tratado de leer, infructuosamente, a Heiddeger. No quiere saber nada. Apenas ha tenido fuerza para lavarse los dientes, bañarse y regresar a la cama. Goza de este maltrato, porque así su cabeza se rinde y deja de pensar en que ya faltan solo pocas horas para que llegue el domingo. A las once de la noche apaga las luces, se toma la mitad de un somnífero y se mete bajo el edredón. Y sueña. Es niño. Lleva un traje de torero. Está en medio de la plaza. Sale un toro negro. Corre de burladero a burladero, hasta que se percata de su presencia. Entonces viene hacia él. C quiere correr pero no pude: tiene los pies llenos de clavos, de fierros. Llora. Algunas voces le gritan, Chivo pata de palo, pata de pato. Pero no sabe cómo y ya no está ahí. Está en una morgue. Lo sabe porque el olor de formol y de cadáver se mezclan en el aire. Hay fotos que muestran distintos cadáveres y sus diagnósticos: muerto por balazo, por ahorcamiento, por implantación de silicona. C no quiere seguir ahí, pero sigue caminando. Siente frío. Escucha ruidos. Hay gente que está realizando una película. Las luces iluminan un rostro. C se acerca y reconoce el de su padre. Grita, quiere gritar, pero los sonidos se quedan atrapados en la garganta y la boca. Le duele el estómago. Las tripas se le revuelven. Quiere orinar. Busca, desesperado, un baño, pero no puede hallarlo. La vejiga está por explotarle. Ya no le importa orinará y cagará en frente de todos, si es necesario. Abre los ojos, la madrugada aparece por los filos de la cortina. C se levanta, va al baño, y se sienta sobre el váter, y deja que la heces, la orina, y la muerte se le escurran.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Miércoles más tarde. El país se desmorona. Las calles están atestadas de gente que pide la salida del presidente. Los militares han puesto un círculo de protección al Palacio Presidencial. Hay barricadas diez cuadras a la redonda. Pero la gente avanza. Los policías lanzan bombas lacrimógenas y tiros al aire. Cae un fotógrafo chileno. Su muerte es la primera. Hay más. El presidente se resiste a renunciar. Trae gente de la costa para que le defienda, a cambio de una camiseta y 20 dólares por día. Hay enfrentamientos. La televisión muestra la sangre en la calles. La cúpula militar quita el respaldo al presidente. Minutos más tarde un helicóptero sale del palacio. Ahí huye. C mira los acontecimientos casi con indiferencia. Prende la televisión de tanto en tanto para ver cómo marchan las cosas. Pero casi no hay nada nuevo. El mundo sigue girando alrededor de las telenovelas y las versiones, mil veces pasadas, de Rocky. C espera el domingo.