sábado, 4 de octubre de 2008

Sábado anterior. Visitar el cementerio. Y, de paso, buscar la idea de la muerte. Que se remonta muchos años atrás, cuando en la televisión ve el ataúd en el que está el presidente Roldós, muerto misteriosamente, antes de aterrizar en una ciudad austral. La marcha fúnebre de Chopin, y el duelo nacional que le sobrecoge. Algunos meses antes C asistió al funeral de la madre de Matilde, una compañera de la escuela. Era una que le gustaba mucho, o que decían que tenía que gustarle, o algo así, de largas pestañas negras y pelo crespo. Se formó, como todo el mundo, en la cola para dar el pésame. Antes de ir le preguntó a Ramona, ¿Mamá, qué tengo que decir? Ramona le acarició la cabeza y le respondió, Solo tienes que acercarte, darle un besito y decirle, te doy el pésame. Dijo, Eso lo recuerdo con facilidad. A medida que la cola avanzaba C repetía, Te doy el pésame, te doy el pésame, te doy el pésame. Era un eco interminable que rebotaba en su cabeza, una y otra vez. La niña estaba junto a dos mujeres mayores. Se veía tan pequeña entre las dos enormes señoras de negro. C la recordó en el recreo. De la mano de alguna amiga, con una cola de caballo que terminaba con unas coloridas binchas. No era de esas niñas que saltaban o corrían por el patio. Tenía más bien un semblante distante, frío como el color de su cara. Te doy el pésame, te doy el pésame, te doy el pésame. Y en la clase, apartada, inexistente, como una sombra. Quizás eso era lo que le atraía de ella, esa aparente proximidad al misterio, a un secreto que se le permitía conocer solo a los seres de la soledad. Te doy el pésame, te doy el pésame, te doy el pésame. Y C quería ser como ella. Sobre todo como aquel día en que el profesor Orellana dijo, La niña Matilde va a ser la primera que podría utilizar esfero de color azul, puesto que su letra es muy buena, y ya no comete errores con el lápiz. Y todos la quedamos mirando, y sus pequeños ojitos negros se llenaron de una luz que nunca más vi. C se acercó donde Matilde. Se encontró con sus ojos, y le dijo, Te felicito, te doy el pésame, y aunque no le dio el beso, se sintió muy contento de haber hecho lo que Ramona le dijo, a pesar de la mirada desconcertada que la niña le lanzó, y de los susurros que luego oyó cuando salía de la funeraria. Solo cuando dio el primer paso en la acerca recuperó lo dicho, y se sintió estúpido, tarado, con una vergüenza que se posaba sobre su espalda como un pájaro gigante. Así que ese día C no conoció realmente la dimensión de la muerte, por eso la Marcha fúnebre y la gente que cargaba el ataúd de Roldós se convirtieron en las primeras nociones sobre la muerte. ¿Qué es la muerte? Para C un signo que se expresaba en los rostros ceñudos, y las lágrimas de la gente que veía el paso de los restos del presidente y su esposa, una sinfonía que le golpeaba el pecho, que le producía una angustia creciente, una sensación de vacío que empezaba en la panza y que, junto con la sangre, se metía en todos los órganos del cuerpo, y el silencio, los segundos en que nadie dice nada, en que los acordes se detienen, como el mundo entero, para dejar sacar los últimos suspiros, que son los últimos segundos antes que el ataúd ingrese en la fosa.