martes, 27 de marzo de 2007

La vida inconclusa del señor C

Cuando despertó el aburrimiento seguía allí. Pensó, ¿En qué momento de la vida se halla uno cuando el deseo desfallece, y se destruye a sí mismo, se consume rápidamente, fungible y deteriorado como una mascota abandonada? Eso era C, o así se sentía: acorralado por los desplantes de su sexualidad agotada. Un cuerpo cansado. Un perro débil, flacucho y hambriento. Pero no le importaba. La proximidad de una huída, de una escapatoria definitiva de la realidad le daba consuelo. Tampoco es que pudiese definir tajantemente que se encontraba en una cárcel. Era tal vez, me aventuro a decir, un estado de desconcierto, de incapacidad de plantearse la vida, o su sentido, como la vida misma. Y, sin embargo, ese C que todos conocíamos tendría que desaparecer. ¿Otra vez debía convertirse en una fantasma que deambula sin ton ni son? O dejar que su camino ineludible terminase por llevarlo al infierno. Un camino que le resultaba, aunque suena paradójico, gozoso, entrañable, complaciente. Y eso lo sabía porque hasta los últimos minutos mantuvo la lucidez, ese estado de plenitud de la razón, o de una versión convencional que tenemos de ella. C se creía un ser iluminado, y se reía de su suerte. Así su descenso era un hecho de gloria. Su vida fue un divertimento, una historia breve plagada de lugares comunes, un flash en medio de la oscuridad, y sin embargo, fue total, un diminuto encuentro con la plenitud. Pensó, Parece que la vida, o al menos la idea que yo tengo de ella me lleva a un abismo, al desarraigo de mi mismo, aunque eso quizás no suponga necesariamente un quiebre. Talvez pueda encontrar una planicie, una visión maravillosa que me aleje de estas montañas, que me permite encontrar lo que está más allá, un paisaje, un pedazo de tierra mío aunque sea solo una alucinación. Así se quedó C un momento. Luego, pensó, ¿De qué servirían, si no, los rostros y las voces? Y C tenía razón, porque era imposible imaginar un mundo que no fuese este mismo, un territorio que el azar dicte para inventar otro estado que no sea este eterno aburrimiento.
Por eso decidió ser escritor, o pretendió serlo, pero de una escritura que le aleja del mundo, una renuncia por tanto a la propia realidad. Y así siguió todos los días de la vida, tratando de empezar a escribir una novela que nunca empieza. En ese ejercicio diario C tuvo, por algunos momentos, la certeza de hallarse en un sendero desprovisto de los agobios que la rutina del mundo moderno le proponían. Se olvidaba de sí mismo, que es decir de todo. Para C la literatura asumió la tutela que antes había tenido el psicoanálisis. Pensó, Si el psicoanálisis es el momento de la verdad en que el paciente puede abrazar a su monstruo, entonces mi monstruo no se deja coger, me huye, se esconde en el bosque, y es mi lobo, desdoblado y siniestro, pero bello. C dejó el mundo. Renunció a su trabajo como profesor universitario. Vendió sus pertenencias. Alquiló un pequeño hueco en el centro histórico. Compró vodka, cigarrillos, atún en conserva, arroz, fideos, sal, café y azúcar, para varios meses. Y decidió que iba a dejar de existir. Puso un letrero invisible de no molestar en la puerta. Así dejó lo que todos denominamos un comportamiento civilizado para dar paso a su corazón salvaje. ¿Quiso de esta forma regresar a un aparente estado primitivo? De ser así habría que pensar en lo que supone ciertamente lo moderno, la civilización o la barbarie, Eros y Thanatos. Pensó, ¿Qué es lo abominable: un hechizo, una hipnosis que surge de la mi propia voluntad? Se refería al permanente estado de enfermedad en que había decidido, en principio, dejarse estar, dejarse ir. Un estado de postración sin diagnóstico capaz de adivinar los motivos de su decisión. Simplemente estaba enfermo y punto. Pero, además, no quería curarse. De esto sí era conciente, quizás no de cuando ni por qué razones había creído dejar de lado el ideal moderno de la salud, pero sí recordaba que una tarde, después de la cinco de la tarde, mientras se hallaba en un centro comercial atiborrado de gente, pensó que debía alejarse definitivamente del mundo, de esa forma de mundo que gobernaba las relaciones humanas, y la mejor manera era asumirse como un enfermo. ¿Alguien podrá definir a este errante C, desnudo ya de los signos que le da la vida decente, el éxito y el prestigio? A lo mejor sería preciso recordar las horas posteriores a esas cinco de la tarde cuando apareció entre las calles y las luces dislocadas de la ciudad la silueta vagabunda de C. Pensó, Será necesario registrar los eventos de la ciudad, la nueva versión de los hechos. Y así lo hizo, los días siguientes, los meses siguientes, antes de encerrarse para siempre en un viejo y húmedo cuartucho del centro histórico, y empezó a reconocer todos los eventos de los que había sido testigo directo, circunstancial, o mero oyente. Y los guardó en la memoria. Pero no se consideraba un cronista, para C la historia no le atravesaba, se posaba sobre él como lo hace una mosca sobre la basura.
Algunos días a C le asaltaba la muerte. Esa idea le esperaba escondida entre el follaje, como un bandido, dispuesta a rebanarle el pescuezo por unos cuantos dólares que, estoy casi seguro, no llevaba en ese momento. Se quedaba así durante horas. Entonces C pensaba, La muerte es un estado de dulce espera, de una espera que desespera y que encanta. La idea de morir anula la tortura que implica despertarse cada día. Pero C no quiere un suicidio, sino una parodia del suicida. Algo así como un ahorcamiento en la plaza pública, o la guillotina, o frente al pelotón. Vestido para la ocasión, como la haría Montalvo. Quiero eso: Un traje de gala, aunque sucio y raído, y no la desnudez. Le aterra desfilar ante los ojos de Dios así desnudo, aunque así llegó al mundo. Por eso odia a las mujeres que se desnudaron en el Congreso de los Estados Unidos. Repudia la desnudez, no de ellas en particular, sino de todos. Las fotos de colectivos desnudos que se fotografían en las plazas del mundo. Los hinchas que saltan la barrera de protección en los estadios de fútbol. Los viejos decrépitos que muestran, orondamente, sus apéndices caídos, y las viejas que no se avergüenzan de sus tetas chorreadas, en las playas nudistas. También los cuerpos lustrosos en las mismas playas, porque desprecia ese desparpajo de la eterna juventud. Odia los tabledance, las mujeres que se cuelgan de los tubos y sus bailes de seducción comercial. Odia mirar a los bebés desnudos, sobre todo cuando les cambian los pañales y pasan, benditos padres, trapitos mojados sobre sus pequeños sexos. Pero lo que más detesta es el conjunto de cuerpos desnudos atrapados, en un dolor silencioso, en las fosas comunes de Argentina, Chile, Bolivia. Porque odia la desnudez que deviene de la guerra. El desprendimiento de la individualidad. Y los muertos que cuelgan en fotografías en los museos de Auschwitz, la niña que corre desnuda mientras Hiroshima empieza a arder, los cadáveres de los iraquíes torturados por los marines, los cuerpos que registra la crónica roja de la televisión. El cuerpo desnudo le provoca asco. Había que precisar que tampoco le gusta verse desnudo, menos aun frente a un espejo, por eso C nunca tuvo espejos. De niño tenía pavor de ir a la peluquería y su mamá tenía la costumbre de llevarlo a finales de cada mes. Le decía, así empiezas el nuevo mes con nuevos aire, mijo. Ahí, con las manos enormes y venosas del peluquero el niño C quería morir. O escapar, que es una forma de morir. Miraba la navaja 4 con la que le dejaba casi pelado, y se imaginaba que le cortaba el cuello al peluquero. La sangre roja, tan roja, tan linda cubriendo la camisa blanca, la silla, el suelo. Y saliendo por la puerta, recorriendo las calles adoquinadas de su ciudad, que era más bien un pueblo, las plazas y monumentos, los parques y los juegos infantiles, los árboles, las flores, los sombreros que, en esa época, todavía se vendían en las aceras. La sangre libre hasta llegar al río, y mezclarse con el agua de los otros ríos que convergen en el pueblito de las montañas australes. C acepta el desnudo pornográfico. Porque le parece el más ruin de todos, y por eso mismo, el más puro. Pero el de Garganta Profunda. No el de los millones de links que se apiñan en internet. A C no le gusta ese desnudo provisto de una falsa desnudez de la iconografía religiosa. Esos cristos sangrantes, apenas cubiertos en su sexualidad humana, que cuelgan de la cruz. O las gordas rozagantes de Rubens. Ni la Maja desnuda, ni Gala, ni las de Botero. Tampoco Marilyn Monroe cuando era una adolescente dispuesta a todo, ni Madona siquiera, aunque hace algunos años disfrutaba de sus canciones, era su época pop. Y tenía jeans tubo, y camisetas blancas y hasta una chompa de cuero. Y andaba loco por comprarse uno de esos sombreritos tan típicos de los videos. Le gustaba Laura Branigan. Ese era su sueño adolescente. Con ella, con si imagen proyectada miles de veces en su cabeza, torturó a su monstrito, y no le importó escuchar un conversación de dos señoras que iban en un bus, y que hablaban de los encerronas en el baño de uno de sus hijos, las llamadas de atención, Qué es hijito hasta qué hora te quedas en el baño, y el guambra nada que quiere salir, y golpeaba la puerta hasta que los nudillos me dolían, y nada que el guambra sale, qué tan estará haciendo, y luego, como si nada, aparece en la cocina a comer como loco, y la otra señora, qué es pues Sofiíta, no sabe que a esas edad los guambras se meten en el baño a hacer cosas de hombres, pero no hay que dejarles que abusen, una como madre debe poner un freno, y es preferible hasta que busquen con quién iniciarse, alguna de las longas que trabajan de domésticas en las casas, esas son buenas para eso, pero debe evitar como pueda, doña Sofiíta, que su chico se quede loco, porque cuando están así horas de horas en sus cositas he oído que empiezan a ver visiones y todo, es muy grave, no se crea. Pero el adolescente C hizo como que no escuchó. Se bajó del bus y pensó, ¿Y si es verdad que uno se queda medio jil? Caminó por las mismas calles de siempre. Entró en los juegos electrónicos, y por tres horas se olvidó de esas dudas. Ahí concentrado en Cobra Comand se creía una piloto experto cuya misión era derribar a todos los aviones enemigos del mundo. Pero cuando empezó a ir a su casa, otra vez la idea regresó, ¿Y si me quedo lelo? Prendió un cigarrillo y metió las manos en los bolsillos. Con la derecha jugaba con algunas monedas, con la izquierda se acariciaba al disimulo. Antes de llegar a la casa sacó una menta y entró. La madre lo vio pasar como un sonámbulo. Sentarse unos minutos en la sala, frente al televisor, coger un periódico y mirar a Dick Tracy y su enorme quijada de mesa. Y luego, cuando la mama siguió mezclando la carne molida con la migas de pan, C caminó hacia donde debía. Cerró la puerta sin hace ruido, se sentó sobre el váter y sacó de su mochila una revista, y ahí se quedó una hora con la seguridad de que era preferible quedarse loco a dejar de amar a Laura Branigan.

lunes, 19 de marzo de 2007

Una vida inconclusa, como un trecho de palabras inacabadas, que emergen detràs de los cristales de la ciudad, que es una cualquiera. Escojamos, por azar o por lo que fuere, a Quito. El año, ya que hay que darle una circunstancia temporal, 2007, que bien podrìa ser 2666, pero ya se le ocurrió al monstruo. Añadamos que son algunos susurros. Una vuelta de tuerca. Un caìda libre. Un laberinto, eso por la nostalgia del Rìo de la Plata. Y nada, pues, que ya iràn apareciendo.

De un nacimiento prematuro

Porque, como casi todos los días, el señor C ha decidido navegar por su vida. Una que le parece ajena y que, sin embargo, todavía le es útil...