viernes, 25 de mayo de 2007

C quería escribir una novela de aventuras con héroes citadinos que descubren planes siniestros para envenenar el agua potable, mujeres secuestradas por alienígenas, chicos que quedan atrapados en los juegos electrónicos, taxistas asesinados por bandas de adolescentes, pero nunca encontraba un sendero preciso por el cual empezar. Se quedaba en las ideas, en los enunciados de las historias, y nada más. Quizás alguna silueta de un personaje, o la descripción de un escenario. Era un creador de proyectos, y hasta pensó en que debía poner una consultoría que tuviere como misión satisfacer las demandas de gente con dinero pero sin ideas, así, pensaba, Podría dejar de una buena vez la maldita universidad. Una vez, por ejemplo, se le ocurrió que abría que ponerle un ojo al Pichincha en cuyas faldas se asienta Quito. Desde la ventana de uno de sus antiguos departamentos podía mirarse un gran claro rodeado por bosques. En ese punto, pensaba C, era posible implementar un conjunto de piedras rojas que simulen el contorno de un ojo. Ya veía él todas las interpretaciones que podrían darse: mensajes de ecologistas, religiosos, políticos, estéticos, cuando lo que quería C era hacerlo solo porque le daba la gana. Luego se imaginó, en vez de piedras, espejos que reflejasen el sol, así su brillo sería permanente, claro esto suponía poner en riesgo a muchos de los curiosos que se quedasen viendo el ojo por mucho tiempo, pero eso no le importaba. Había, eso sí, que solucionar el tema del desplazamiento terrestre, por lo que tendría que diseñar un sistema de movimiento incluido en los espejos, así estos, como los girasoles, se moverían buscando al sol. Claro que este reflejo solo era posible de contemplarse de algunos puntos específicos de la ciudad, pero bueno que hagan algo los que quieren verlo, decía C. Apareció, más tarde, la dificultad de la luz, porque tal como estaba concebido se requería de sol constante, y aunque eso casi nunca era un problema, algunos días a san Pedrito le daba por enviar aguaceros interminables. Dos o tres días seguidos de lluvia serían nefastos, debido a que la memoria de los quiteños era muy frágil, y C no querían que se olviden del ojo. A eso se sumaba las noches que, por razones evidentes, dejaban de lado la maravillosa posibilidad de contemplarlo. Así que dejó de lado los espejos, y diseñó unas piedras de cristal que incluían, cada una, un núcleo luminoso, que se cargaba con enormes paneles sonares, que hacían las veces de pestañas. De tal forma que cada vez que el ojo se cerraba, pocas veces en el día, los baterías se cargaban, y garantizaban un fulgor noctámbulo sin precedentes. Cómo hacerlo, C no tenía más que vagas especulaciones, y creía que sería necesario contratar a un ingeniero, o un estudiante, más o menos talentoso que solucionara todas las contingencias técnicas. Hasta redactó un proyecto que envió a una fundación alemana pero, cuando llevó el sobre al Correo, decidió que dejaría de lado la posibilidad y puso, en el remitente, una dirección inexistente. En otra ocasión pensó que, como una manera de hacer un homenaje al Quijote, se podría realizar un gran espectáculo sonoro que conectase, en tiempo real, a La Mancha, con Quito, Nueva York, París, Tokio, y todos las ciudades que quisiesen unirse a la aventura, a través de señales de radio, que debían ser multiplicadas por todo el mundo. En cada punto habría estrellas del cine con textos par ser leídos. Dulcinea, en la voz de Mery Strep, en Quito, Sancho, con la voz de Depardieu, en París, el Quijote, sería necesario que la contraparte española pusiese el actor para evitar posibles desacuerdos, en La Mancha. Para Rocinante, en Tokio, algunos esos cómicos mexicanos expertos en imitaciones, ya se vería cuál, total aparecen como hongos. Todos, en una interacción cuidadosamente programada, efectuarían sus performances. Así, las palabras del genial escritor podrían juntarse en un inmenso territorio virtual. Otra vez, luego de mirar un documental que cuestionaba la veracidad de la llegada de Amstrong a La luna, pensó que América, Europa, Asia y África podrían, a través de simples acuerdos programáticos, realizar un show de luces. Se necesitaba la decisión política, y el trabajo responsables de los encargados energéticos para llevar adelante la idea que, en términos muy reducidos, consistía en realizar una coreografía de luces que pudiese verse desde una de las sondas espaciales que están girando en torno a La Tierra. Para ello era imprescindible contratar a un coreógrafo especializado en grandes eventos, como lo que se realizan en los graderíos de un estadio cuando se inauguran las Olimpíadas. Debería usar, por ejemplo, a las Américas como gran pizarra para diseñar los modelos, que podrían ser rostros, palabras, objetos a los que, una vez superados los problemas iniciales de coordinación, dotar de movimientos. Para hacer un rostro luminoso, se toma a los Estados Unidos, y ahí a las ciudades de Posodella, Sant Lake, Cheyenne y Edgemon para que conformen los cuatro puntos de un ojo. Luego a Sioux city, Lincon, Chicago y Springfild para formar el otro ojo. No se puede pedir que sean ojos completamente simétricos, no hay que exagerar. La nariz estaría compuesta por Evans, Blanco P. y Santa Fé, la boca por Phoexis, Tucson, El Paso y Wichita Falls. La una oreja, que sería más bien el arete solamente, por Carson city, y la otra por Memphis. Las otras ciudades, que estaban cerca de las seleccionadas, debían cortar completamente el suministro de energía para que el rostro pudiese destacar. Cuando C miró una y otra vez las ciudades escogidas, dudó porque el rostro empezaba a convertirse en una serie de líneas torcidas como las que realiza un niño en sus primeros dibujos. Luego, mientras fumaba un cigarrillo y miraba la luna, reparó que las ciudades se encontraban en diferentes latitudes y, por lo tanto, la noche nos les llegaba al mismo tiempo, y se sintió estúpido. Tomó otro cigarrillo y bebió dos copas de vino. La luna se había perdido entre las nubles. Estaba jugando con el celular cuando terminó por desechar el proyecto continental, y pensó que sería mejor concentrarse en proyectos citadinos. Así sería posible controlar los dispositivos eléctricos de cada casa y barrio. De esta manera sí se podrían diseñar diferentes figuras que pudiesen ser vistas desde el aire. Terminó la última copa de vino, prendió la televisión y empezó a mirar Los Simpson, y se quedó dormido. Cuando despertó el proyecto quedó pegado, junto con las gotas de saliva, a uno de sus almohadones, como todos los otros.

martes, 8 de mayo de 2007

C nunca se consideró un hombre feliz. Aunque en algunas ocasiones creyó encontrar alguna emoción que pudiera clasificarse de alegría, de regocijo, incluso de júbilo, pero este estado casi delirante de felicidad, jamás. A pesar que se dejó llevar por las soluciones que dictaba el mercado y compró televisores, computadoras, video juegos, multimedias, y zapatos de piel de leopardo, pantalones de cuero, abrigos de gamuza, sombreros españoles y bufandas multicolores. Fue a La Habana, Buenos Aires, México, Roma, Florencia, Milán, París, Londres, Lisboa, Tokio, Nueva York, Sydney, Praga, y solo, durante unos breves días, encontró alivio en la Isla Negra. Se costeó masajes, aroma terapias, spas. Se hizo leer las cartas, el tarot, el puro, la borra del café. Fue donde médicos generales, gastroenterólogos, otorrinolaringólogos, neurólogos, homeópatas, oftalmólogos, psiquiatras freudianos, y un lacaniano que le recomendó un colega de la universidad y que garantizaba encontrar la base psicótica de todos los problemas a partir de culpar a otros. El colega lo había hecho así y tenía resuelta toda la vida. Cada vez que recordaba algún dolor de su pasado: la vez que la mamá le pegó delante de sus amigos porque había dicho que en su casa nunca se comía bien, la vez que los otros niños del sexto grado le hicieron vista de ojos y descubrieron su pollito, la vez que su padre le dejó en el suelo cuando le sometió a un interrogatorio sobre sus supuestos conocimientos sobre la vida de Trosky, la vez que su esposa decidió que quería divorciarse porque él era un tarado y le trataba a ella como si fuese su esclava, su perrita faldera, su mosca, y que, según los delirios del colega, había sido porque ella se había enamorado de otro. Cada una de esas veces el colega pensaba en que los otros eran los culpables de sus males: sus compañeros del colegio, su mamá, su papá, el otro que enamora a la esposa a sus espaldas. Así nunca tenía remordimientos consigo mismo, y solo por unas cuantas sesiones que aunque sí resultan caras, le decía, valen la pena, se pagan solitas. Pero a C esto no le llamaba la atención. Prefería quedarse enfermo, como tiempo después lo decidiría para siempre, antes que asumir esa postura de gran señor ofendido, que tenía su colega, sabiendo como él sabía, que el lacaniano le estaba metiendo el dedo, y que, de paso, estaba por terminar el parquet de su departamento con todo el dinero que el colega ganaba en las tres universidades a las que tenía que ir a dar clases. C dijo, Ni de fundas. Y se quedó con su infelicidad, y los breves momentos de disipación, y retomó la senda de su vida. Trató, infructuosamente, de querer a Loló. Después de dejarle en su departamento a las afueras de la ciudad, mientras su ford mercury aguantaba el traqueteo de las calles y la lluvia, C pensó, Cómo no quisiera que mi vida fuese una versión literaria de mi vida, entonces tu serías la verdadera Lolita, en medio de los extravíos alcohólicos, como los de Nicolas Cage, y podría encontrarme contigo, con la delicada lía de tu vientre, y tus senos de durazno, para hacerte mi oscuro objeto de deseo, mi musa, mi femme fatale, y dedicarte todas las noches de insomnio, y masturbarme, una y diez veces, con tu imagen en mi retina, para tratar de encontrar el sueño, pero tu no eres Lolita, porque cada días estás más gorda, te inflas por todas partes, te aprietan los pantalones y la blusa, y tus zapatos parecen dos inmensos tamales, y eres malcriada, perdida en una inteligencia que no termina por desarrollarse, con solo el encanto de tu risa que se parece a la risa de Madona. Y C trataba de recordar si a Madona se le veían las encía sangrantes cuando reía, como se le ven a Loló cuando se deja llevar por sus arranques de risa frenética, idiota. Porque ésta Loló nada tiene ese dulce cinismo con el que seducía la otra Lolita a los viejos profesores. Y eso que C se ha olvidado de esa mañana que Loló usaba unas ridículas binchas plateadas de niña de ocho años, y una chompa de cuerpo que le apretaba más de lo que podría decirse como médicamente recomendado, y que le daba forma de pera, de inmensa pera. A C le aburría tanto estar con Loló, porque siempre le estaba pidiendo besos, y declaraciones de amor en la cola para entrar el cine, mientras venían la película, luego con una cerveza en la mano, y sobre todo, afuera de su departamento, con alguna musiquita romántica de la radio, cogida de la mano, suspirando y susurrándole cositas al oído. A C le llegaba un dolor en la cabeza, en el cuello, y unas ganas de salir corriendo, de bajarle de su carro a patadas, y arrancar a toda velocidad para que la tierra del camino la cubra la cara. Pero seguí con ella porque quería inventarse una historia, porque desde el primer momento que supo su nombre, cuando leía la lista de las nuevas alumna de la facultad de literatura, se dijo a sí mismo, Ya es hora que tenga yo una Lolita cerca de mí, como si ella pudiese activar, de una vez y para todas, el dispositivo que C necesitaba para comenzar a escribir su gran novela. Pero esto nunca ocurrió. Una tarde la llevó a ver una película en su departamento, la desnudó, le apretó contra su pecho, en la búsqueda vana de hallar algo más que su propia necesidad de querer, pero no encontró nada. Estuvo un rato sobre ella fingiendo gozar de su cuerpo de niña gorda. Luego la llevó hasta la esquina para que tomara un taxi y se juró que nunca más la volvería a tocar. Algunas noches cuando alguna amiga le llamaba para salir, dar una vuelta por ahí, comer algo, ir a bailar, que eran todas insinuaciones para luego tener sexo, C se negaba, le daba pereza, prefería quedarse en su casa con un cigarrillo en la mano, y mirar los carros diminutos y las estelas de luz que dejaban en el asfalto mojado. Desde su octavo piso el mundo parecía habitado por seres buenos, amables, casi inocentes. Pero C sabía que era solo un artificio, una capa de maquillaje que cubre la realidad. Ya abajo con la proximidad de cualquier persona le regresaba esa sensación de abatimiento que, en algunos momentos, le impulsaba a la violencia, a las ganas de arremeter contra todos, contra algún inocente, pero siempre su cobardía le impedía caer a patadas a todos los que su base más natural le dictaminaba como una orden. Ese deseo reprimido habría de calar hondamente en la salud de C. A la larga, le había dicho alguno de sus médicos, ese impulso neurótico, que no encontró una válvula de escape, le estaba inundando el cuerpo de mierda. Entonces se dedicaba su tiempo a pensar, decía, ¿Podría definir abatimiento? Tendría que mirarme a mismo hoy frente a un encantamiento solo franqueado por el ruido de los autos, o el batir de las alas de una mariposa, o a la frágil cicatriz que deja un esfero al caer al piso. C no veía nada. Era una de sus alucinaciones, como la de un cubo en que creía entrar de tanto en tanto, como un niño en el armario para ocultarse de su padre borracho.