martes, 8 de mayo de 2007

C nunca se consideró un hombre feliz. Aunque en algunas ocasiones creyó encontrar alguna emoción que pudiera clasificarse de alegría, de regocijo, incluso de júbilo, pero este estado casi delirante de felicidad, jamás. A pesar que se dejó llevar por las soluciones que dictaba el mercado y compró televisores, computadoras, video juegos, multimedias, y zapatos de piel de leopardo, pantalones de cuero, abrigos de gamuza, sombreros españoles y bufandas multicolores. Fue a La Habana, Buenos Aires, México, Roma, Florencia, Milán, París, Londres, Lisboa, Tokio, Nueva York, Sydney, Praga, y solo, durante unos breves días, encontró alivio en la Isla Negra. Se costeó masajes, aroma terapias, spas. Se hizo leer las cartas, el tarot, el puro, la borra del café. Fue donde médicos generales, gastroenterólogos, otorrinolaringólogos, neurólogos, homeópatas, oftalmólogos, psiquiatras freudianos, y un lacaniano que le recomendó un colega de la universidad y que garantizaba encontrar la base psicótica de todos los problemas a partir de culpar a otros. El colega lo había hecho así y tenía resuelta toda la vida. Cada vez que recordaba algún dolor de su pasado: la vez que la mamá le pegó delante de sus amigos porque había dicho que en su casa nunca se comía bien, la vez que los otros niños del sexto grado le hicieron vista de ojos y descubrieron su pollito, la vez que su padre le dejó en el suelo cuando le sometió a un interrogatorio sobre sus supuestos conocimientos sobre la vida de Trosky, la vez que su esposa decidió que quería divorciarse porque él era un tarado y le trataba a ella como si fuese su esclava, su perrita faldera, su mosca, y que, según los delirios del colega, había sido porque ella se había enamorado de otro. Cada una de esas veces el colega pensaba en que los otros eran los culpables de sus males: sus compañeros del colegio, su mamá, su papá, el otro que enamora a la esposa a sus espaldas. Así nunca tenía remordimientos consigo mismo, y solo por unas cuantas sesiones que aunque sí resultan caras, le decía, valen la pena, se pagan solitas. Pero a C esto no le llamaba la atención. Prefería quedarse enfermo, como tiempo después lo decidiría para siempre, antes que asumir esa postura de gran señor ofendido, que tenía su colega, sabiendo como él sabía, que el lacaniano le estaba metiendo el dedo, y que, de paso, estaba por terminar el parquet de su departamento con todo el dinero que el colega ganaba en las tres universidades a las que tenía que ir a dar clases. C dijo, Ni de fundas. Y se quedó con su infelicidad, y los breves momentos de disipación, y retomó la senda de su vida. Trató, infructuosamente, de querer a Loló. Después de dejarle en su departamento a las afueras de la ciudad, mientras su ford mercury aguantaba el traqueteo de las calles y la lluvia, C pensó, Cómo no quisiera que mi vida fuese una versión literaria de mi vida, entonces tu serías la verdadera Lolita, en medio de los extravíos alcohólicos, como los de Nicolas Cage, y podría encontrarme contigo, con la delicada lía de tu vientre, y tus senos de durazno, para hacerte mi oscuro objeto de deseo, mi musa, mi femme fatale, y dedicarte todas las noches de insomnio, y masturbarme, una y diez veces, con tu imagen en mi retina, para tratar de encontrar el sueño, pero tu no eres Lolita, porque cada días estás más gorda, te inflas por todas partes, te aprietan los pantalones y la blusa, y tus zapatos parecen dos inmensos tamales, y eres malcriada, perdida en una inteligencia que no termina por desarrollarse, con solo el encanto de tu risa que se parece a la risa de Madona. Y C trataba de recordar si a Madona se le veían las encía sangrantes cuando reía, como se le ven a Loló cuando se deja llevar por sus arranques de risa frenética, idiota. Porque ésta Loló nada tiene ese dulce cinismo con el que seducía la otra Lolita a los viejos profesores. Y eso que C se ha olvidado de esa mañana que Loló usaba unas ridículas binchas plateadas de niña de ocho años, y una chompa de cuerpo que le apretaba más de lo que podría decirse como médicamente recomendado, y que le daba forma de pera, de inmensa pera. A C le aburría tanto estar con Loló, porque siempre le estaba pidiendo besos, y declaraciones de amor en la cola para entrar el cine, mientras venían la película, luego con una cerveza en la mano, y sobre todo, afuera de su departamento, con alguna musiquita romántica de la radio, cogida de la mano, suspirando y susurrándole cositas al oído. A C le llegaba un dolor en la cabeza, en el cuello, y unas ganas de salir corriendo, de bajarle de su carro a patadas, y arrancar a toda velocidad para que la tierra del camino la cubra la cara. Pero seguí con ella porque quería inventarse una historia, porque desde el primer momento que supo su nombre, cuando leía la lista de las nuevas alumna de la facultad de literatura, se dijo a sí mismo, Ya es hora que tenga yo una Lolita cerca de mí, como si ella pudiese activar, de una vez y para todas, el dispositivo que C necesitaba para comenzar a escribir su gran novela. Pero esto nunca ocurrió. Una tarde la llevó a ver una película en su departamento, la desnudó, le apretó contra su pecho, en la búsqueda vana de hallar algo más que su propia necesidad de querer, pero no encontró nada. Estuvo un rato sobre ella fingiendo gozar de su cuerpo de niña gorda. Luego la llevó hasta la esquina para que tomara un taxi y se juró que nunca más la volvería a tocar. Algunas noches cuando alguna amiga le llamaba para salir, dar una vuelta por ahí, comer algo, ir a bailar, que eran todas insinuaciones para luego tener sexo, C se negaba, le daba pereza, prefería quedarse en su casa con un cigarrillo en la mano, y mirar los carros diminutos y las estelas de luz que dejaban en el asfalto mojado. Desde su octavo piso el mundo parecía habitado por seres buenos, amables, casi inocentes. Pero C sabía que era solo un artificio, una capa de maquillaje que cubre la realidad. Ya abajo con la proximidad de cualquier persona le regresaba esa sensación de abatimiento que, en algunos momentos, le impulsaba a la violencia, a las ganas de arremeter contra todos, contra algún inocente, pero siempre su cobardía le impedía caer a patadas a todos los que su base más natural le dictaminaba como una orden. Ese deseo reprimido habría de calar hondamente en la salud de C. A la larga, le había dicho alguno de sus médicos, ese impulso neurótico, que no encontró una válvula de escape, le estaba inundando el cuerpo de mierda. Entonces se dedicaba su tiempo a pensar, decía, ¿Podría definir abatimiento? Tendría que mirarme a mismo hoy frente a un encantamiento solo franqueado por el ruido de los autos, o el batir de las alas de una mariposa, o a la frágil cicatriz que deja un esfero al caer al piso. C no veía nada. Era una de sus alucinaciones, como la de un cubo en que creía entrar de tanto en tanto, como un niño en el armario para ocultarse de su padre borracho.

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