lunes, 23 de abril de 2007

Hace algunos años C tuvo una etapa de evidente fijación oral. Y se entregó a ella con total convicción. Era un acto responsable con su naturaleza, y con esa necesidad exploratoria que tanto habría querido tener en sus años de adolescencia. Cada vez que bajaba al pubis se hallaba en un estado de exaltación casi gloriosa. Lamía, sorbía, chupaba como un especialista. Un amante profesional que trataba de encontrar las zonas de gozo, con esmero y pulcritud. Usaba lengua, boca, dientes, quijada, nariz, oreja y ojos. Un dedo, dos, tres, cuatro y la mano completa, las manos, las piernas, y el tórax como partes de un cuerpo que podía ser masturbado en su totalidad. Entrando, saliendo, acariciando como un ginecólogo enfermo o un taquidermista. Aceptaba con absoluto agrado todos los aromas que emergían del centro del cuerpo. Se nutría de ellos, olfateando el rastro de todos los amantes anteriores. Su sistema olfativo se desarrolló como el de un perro. Y así se hizo Tombuctú, y le buscaban porque su fama se había extendido por la Mariscal. Arrendó un mini departamento en un palacete, y lo decoró abiertamente kitch. Había una enorme cama en forma de boca, que copió de uno de los diseños de Dalí, y una réplica de El jardín de las delicias, jarras de porcelana china, alfombras persas y otavaleñas, espejos con bordes de mazapán, algunos pubs con forma de sapo, una tina victoriana rodeada de girasoles de plástico y varias decenas de fotografías de rostros de viejos tomados en el centro histórico. Fueron semanas de ardua y deliciosa labor. Para C cada sexo era una piedra que debía ser esculpida. Se creía un Miguel Ángel. Su laboral le acercaba al artista, pero sabía muy bien que no podía serlo porque su acto era una recreación, una simulación breve, que se perdía después del orgasmo y que, aunque duraba a veces algunos días en la memoria, terminaba por perderse. Por su terapia pasaron importantes personalidades de la época: una ministra de turismo, dos concejalas, tres señoras del cuerpo diplomático chino, una famosa diseñadora de ikebana, una millonaria alemana, la violinista rumana invitada para celebrar los cincuenta años de la Sinfónica Nacional, doña Ocampo la primera mujer ecuatoriana en formar parte de la Real Academia de la Lengua, Xanadú la mujer-tigre del Circo de los Hermanos Gasca, Meg Rayan cuando estaba filmando una película sobre la guerrilla colombiana, y claro varias antropólogas, actrices de teatro venidas a menos, ejecutivas estresadas, amas de casa de doble vida, estudiantes rancladas del colegio. Luego llegaron los hombres. C recordó que Gide había dicho algo así como: si uno no se ha metido la polla de un hombre en la boca no ha conocido nada. Decidió explorar esos cuerpos venosos, expansivos. Duros y flexibles. Pajaritos, loritos, cacatúas. Llegaron bailares del Frente de Danza, banqueros yuppis, vendedores de celulares, padres de familia con traje sastre y camisa almidonada, profesores de física y matemáticas en colegios privados, cantantes de la novísima trova, David Linch y un camarógrafo con el que estaba explorando locaciones para su nueva película, Armendáriz un profesor valenciano que se encontraba estudiando la literatura de Ortiz, y Alfonso Cazares el primer ecuatoriano en coronar el Everest sin tanque de oxígeno. Pero C se cansó. Vendió todos los muebles, cuadros, fotos y demás objetos decorativos a una señora del mercado de pulgas, se compró un nuevo celular. Regresó a sus lecturas de Heiddeger, y empezó a fumar chafos, más aterrado que nunca, más solo que nunca, más aburrido que nunca.

viernes, 13 de abril de 2007

C recordó a su abuela, y luego a Loló, y dijo, Cuán ridícula te veías con es cinta plateada en el pelo, porque así te vas de una sola al pasado, pareces mi abuela, o la versión actual que ella tendría a tu edad, si no tuviese noventa años, y una joroba letal, y las manos marchitas, y las piel de vidrio sucio, invadida por las manchas negras del tiempo, pero de ojos fulgurantes, dispuesta siempre a comer, a dejarse atrapar por los aromas de su infancia, y presta también a las lágrimas, a los recuerdos que la acorralan y le dan, algunas tardes, verdaderas palizas, pero tu jamás podrías ser como mi abuela, eres una caricatura de la televisión, una versión femenina de Homero Simpson y, que ridículo me parece, ahí radica tu encanto. Y C tenía razón, porque Loló había destruido el concepto de coquetería, el ideal de la belleza, para convertirse en una ser prosaico como una aspirina. Pero C no tomaba en cuenta que ella hacía una pantomima de sí misma, un disfraz de un disfraz. Y los pantalones anchos, y las blusas apretadas solo mostraban lo que ella quería mostrar: una gordura capaz de tragarse todo el mundo, y la decisión de reírse en la cara de C, de sus conceptos y sus supuestas búsquedas estéticas. C pensaba que no era ya posible salir del estancamiento en el que había caído su vida. Pero se cuestionaba la realidad de esa condición porque, a simple vista, le parecía que todo su desazón era el resultado de una rutina que le aplastaba en el cuello, un día a día que se alejaba de la filosofía, de su carácter divagante y especulativo, para someterlo al cumplimiento de rituales y procedimientos vacíos: despertarse, desayunar, bañarse, vestirse, trabajar en la universidad, almorzar, lavarse los dientes, tomar un café expreso, fumar dos cigarrillos con la televisión prendida, manejar en medio del tráfico quiteño, con solo la música de Callas como consuelo, o Rachmaninov, o Shostakovich, y regresar a la universidad para mirar la inutilidad creciente de sus alumnos, o la mediocridad de sus colegas, envueltos en devaneos sobre las reformas curriculares, o los agasajos navideños, asuntos que C consideraba estupideces, así como las reuniones de áreas de estudios, consejos académicos, juntas de facultad, y pero aún las capacitaciones que, cada inicio de semestre, las autoridades académicas consideraban de trascendental importancia para el desarrollo de nuestra alma máter. C se dejaba arrastrar, como material pétreo, a cada una de esos insoslayables encuentros. Pero se aburría en cada una de las horas. Bostezaba si ocultarlo, abriendo sus fauces de profesor de literatura, hasta que le dolían las amígdalas. A veces encontrar alguna brizna de esperanza en alguna palabra pronunciada le permití largarse de ahí. Entonces, con los ojos puestos en el infinito, se preguntaba, ¿será que ya soy solo una reliquia, una huella más que la vida deja por sus caminos polvorientos, será que me estoy destruyendo, o peor aun, que me estoy desvaneciendo, que solo soy una estatua de sal? Tampoco recordar la belleza, o su versión hecha cuerpo, le importaba. Ni la evocación de todos los cuerpos jóvenes que tuvo entre sus garras, ni los rostros, ni los nombres de quienes se dejaron seducir por los alardes de un discurso retórico, le parecían un alivio. Y peor inclusive era recordar sus cuerpos, el tamaño de sus senos, la forma de sus pezones, los lunares en las barrigas, el grosor de las caderas, las costillas, la forma de las rodillas, de los pies. Antes, cuando C dejaba que la fantasía erótica le sostenga mientras daba clases, imaginaba siempre los pies de sus alumnas, desde los tobillos, el empeine, los dedos, las uñas. En los pies podía resumirse la totalidad de un cuerpo, la personalidad y el carácter con que enfrentaba el mundo una persona en particular. Los dedos pequeños y regordetes mostraban un temperamento alegre, descomplicado, y una decisión firme, pero demostraban también las carencias de una infancia sin padre, y los alardes alcohólicos de una madre. Los dedos alargados y finos dejaban ver la ambición, el cinismo, y una energía sexual capaz de devorarlo todo, un sexo centrífugo. Los dedos planos eran de las chicas ligeras, inteligentes como plumas al viento, y maniáticas en el consumo. Los dedos curvos hacia la izquierda eran de mujeres con fijación oral, bocas succionadoras, dispuestas a llenarse con esperma humana. Los dedos curvos hacia la derecha eran de aquellas ingenuas, soñadoras, y comprensivas. Los dedos con uñas largas y pintadas de rojo eran de personalidades nerviosas, encerradas, casi autistas. Las uñas transparentes y cuidadas de mujeres pulcras, autónomas y despreciables. Las uñas con restos de esmalte, cualquier fuese el color, mostraban personalidades neuróticas. Las uñas pintas de rojo y plateado eran de las esquizofrénicas. Las uñas rotas de las atormentadas, aplastadas, inconstantes. Las obsesivas las tenían uniformes, ajustadas. Había olores ácidos, marinos, a tierra mojada, a pintura de aerosol, a caballo, a hamburguesa, a col, a queso fermentado, a caucho, a cuero. Había sabores dulces, amargos, a jugo de toronja, a jabón perfumado, a detergente para lavadoras, a natas, a perro, a gato, a saliva. Algunos sexos eran velludos, lampiños, con algunos pelitos rubios, encrespados como el mar litoral. Sombríos y ocultos, con perfiles de noche y quebrada andina. Húmedos la mayoría, abiertos. Otros estrechos, infranqueables. Rojos, punzantes como piedras. Calientes y absorbentes. Estos no le gustaban a C porque le sometían a la misma sensación de angustia que vivía en el sauna: el calor que le aplastaba la cabeza, que le escarbaba cada centímetro de piel. Y la necesidad de llevar una toalla blanca a la cintura, como si esa fuese lo suficiente para ocultarlo. Una vez estuvo a punto de morir cuando una mujer entró en el cuarto de sauna y con todo el desparpajo se quitó la toalla. Tenía más de sesenta años. C recordó que así era Devon, una gringa a la conoció diez o quince años atrás, y con la cual tuvo un encuentro sexual poco gratificante, no solo porque el cuerpo de ella mostraba claramente las seis décadas vividas, sino no porque él se encontraba tan borracho que, aunque hubiera preferido, no pudo evitar que Devon le quitase la ropa y le succionara el pene con una desesperación asfixiante. Ahí, con esa imagen espectral de una mujer que no era Devon, pero que se parecía tanto a ella, C se desmayó, por algunos segundos, y cuando regresó a la conciencia vio que encima suyo estaba esa mujer-Devon dándole respiración boca a boca y golpeándole el pecho. Se levantó y mientras batía sus brazos y manos para separarse de la solícita acompañante vio, de reojo, los pelos castaños del sexo. Entonces sí tuvo que contener el vómito y salir de allí a como diera lugar. Afuera, tomó bocanadas de aire para recuperar en algo la angustia. Algunas personas, quizás cinco o diez, estaban sentadas en sillas de plástico cerca de la piscina y regresaron a ver a ese extraño sujeto que, desnudo y sudoroso, procuraba a como diera lugar ocultar una evidente erección.

jueves, 5 de abril de 2007

Algunos días C odia a toda la humanidad. La mayoría de las veces odia a parte de la humanidad. Y tiene ganas de comprarse una pistola, una de esas que vende el capitán Peña en un almacén del centro histórico, justo al lado de la entrada a un colegio de jesuitas. Se necesita solo un número de cédula, y el metálico. Eso sí no hay muchos modelos a escoger. Todos de fabricación artesanal, que provienen de uno de los pueblitos del centro del país. También se puede comprar gas paralizante, cuchillos, navajas, pasamontañas, uniformes militares, botas. Todo lo necesario para armar una pequeña banda de pandilleros. Y como a una cuadra de ahí tiene su oficina el licenciado Caimayo, especialista en sacar cédulas y pasaportes falsos, se puede hacer las gestiones de una sola, matar dos pájaros de un solo tiro. C, piensa, Con un arma puedo salir y disparar contra cualquier cabeza. Cada disparo acertado liberaría la suficiente cuota de adrenalina para que pueda pensar con mayor claridad. Entonces el cerebro de C empezaría a aliviarse de la opresión, las arterias, las venas, los centros nerviosos dejarían de lado ese peso de cemento. Esa sensación de opresión, de llenura que C vivió cuando también gustaba de las grandes comilonas, de la lascivia de la devoración, el encanto de la gula. En la mañana, huevos revueltos, con tocino, carne frita y arroz. Huevos tibios, duros, tortilla. Jugo de naranja, con alfalfa y cerveza. Jugo de mora, tomate, maracuyá, piña, naranjilla, coco, frutillas, Pan de dulce, pan con queso, pan de canela, de trigo, de centeno, de girasol. Tostadas con mantequilla y mermelada de mora, de manzana, de durazno, de pera, de frutilla. Donas revestidas de chocolate, de marjar de leche, con pedacitos de nuez, almendra, maní. Café en leche, en agua, pintado, cortado, americano, capuchino. En el almuerzo, seco de gallina, seco de chivo, llapingachos, carne apanada, churrasco, conejo, cuy, pato asado, papas con maní, locro de papas, de acelgas, de habas, de fideos con queso, de cuero, guatita, sancocho, hornado, fritada, yahuarlocro, motepata, caldo de patas, emborrajados, chochos con chulpi, choclos con queso, pescado frito con menestra y patacones, caldo de vagre, encebollado de bacalao, biche de pescado, encocado, sango de camarón con coco, sopa marinera, ceviche de camarón, concha, mejillones, cangrejos, langosta, langostinos, salmón ahumado, caviar, tortillas de verde, empanadas de viendo, de morocho, molo, corbiche, muchines, tamales, humitas, quesadillas langostinos, chaulafán, tallarín con verduras, cancho agridulce, pollo al curry, rollitos primavera, parrillada argentina con chimichurri, preparados con pimienta, mostaza, comino, ajo, azafrán, achiote, tomillo, ají, nuez moscada, ajonjolí, albahaca, orégano, mostaza, páprika, alcachofa, laurel, anís, apio, azafrán, comino, curry, canela, clavo de olor, cardamomo, paella valenciana, tacos, burritos, enchiladas, shawuarma, pizza con tres quesos, espagueti a la boloñesa, a la carbonara, al pesto, raviolis, canelones, risotto, bacalao a la parrilla, cocido portugués, crepes, ensaladas de brócoli, tomate, lechuga, col, acelgas, champiñones, aceitunas, aguacate, habas, pimientos, zanahoria, papas, yuca, rúcula, berros, espinaca, zuquini, higos con queso, espumilla de frutas, queso de piña, quimbolitos, brazo gitano, manzanas rellenas, mouse de mora, manzana, maracuyá, chirimoya, guayaba, pera, alfeñiques, duraznos o frutillas con crema, flan, colada morada con guaguas de pan, gelatina, ensalada de frutas, torta tres leches, pudín de arroz, torta de nueces, zapallo con panela, toctes, nueces, almendras, pasas, ciruelas, maní, helados de ron con pasas, de macadamia, de tiramisú, de mora con coco, de naranjilla, gaseosas en botella, en lata, energizantes, estimulantes. En la noche, vodka seco, en las rocas, con jugo de naranja, de maracuyá, de piña, wisky, padrino, gin tonic, mojito, martini, margarita, piña colada, alexander, daiquiri, vino, sangría, tequila con sangrita, caipiriña, pisco, tom collins, bloody mary, waikiki, canelazo, drake, puntas, satanás, sex on the beach, pócima de amor, huracán, beso de abeja, cigarrillos rubios, ligth, negros, puros, puritos, habanos, marihuana, coca, base, éxtasis, lsd, crack, heroína. Y, algunos años más tarde, nada, agua, un poco de pan y un guineo, cada día, hasta convertirse en la sombra de lo que fue, ladeado, esmirriado, escuálido, escondido en su propia delgadez, harto de los pliegues colgados en los laterales de la espalda, de la cintura, de las piernas fofas, de los pechos grasientos, del culo inmenso de rinoceronte, de la tos, la gastritis, la úlcera, la colitis, las hemorroides, de la taquicardia, los sudores fríos, el mareo, los dolores de la espalda, el cuello, la cintura, los brazos, las piernas, la cabeza, el mal olor de las axilas, los pies, el aliento, los ojos amarillos, el pelo sin brillo, la piel cenicienta.