viernes, 13 de abril de 2007

C recordó a su abuela, y luego a Loló, y dijo, Cuán ridícula te veías con es cinta plateada en el pelo, porque así te vas de una sola al pasado, pareces mi abuela, o la versión actual que ella tendría a tu edad, si no tuviese noventa años, y una joroba letal, y las manos marchitas, y las piel de vidrio sucio, invadida por las manchas negras del tiempo, pero de ojos fulgurantes, dispuesta siempre a comer, a dejarse atrapar por los aromas de su infancia, y presta también a las lágrimas, a los recuerdos que la acorralan y le dan, algunas tardes, verdaderas palizas, pero tu jamás podrías ser como mi abuela, eres una caricatura de la televisión, una versión femenina de Homero Simpson y, que ridículo me parece, ahí radica tu encanto. Y C tenía razón, porque Loló había destruido el concepto de coquetería, el ideal de la belleza, para convertirse en una ser prosaico como una aspirina. Pero C no tomaba en cuenta que ella hacía una pantomima de sí misma, un disfraz de un disfraz. Y los pantalones anchos, y las blusas apretadas solo mostraban lo que ella quería mostrar: una gordura capaz de tragarse todo el mundo, y la decisión de reírse en la cara de C, de sus conceptos y sus supuestas búsquedas estéticas. C pensaba que no era ya posible salir del estancamiento en el que había caído su vida. Pero se cuestionaba la realidad de esa condición porque, a simple vista, le parecía que todo su desazón era el resultado de una rutina que le aplastaba en el cuello, un día a día que se alejaba de la filosofía, de su carácter divagante y especulativo, para someterlo al cumplimiento de rituales y procedimientos vacíos: despertarse, desayunar, bañarse, vestirse, trabajar en la universidad, almorzar, lavarse los dientes, tomar un café expreso, fumar dos cigarrillos con la televisión prendida, manejar en medio del tráfico quiteño, con solo la música de Callas como consuelo, o Rachmaninov, o Shostakovich, y regresar a la universidad para mirar la inutilidad creciente de sus alumnos, o la mediocridad de sus colegas, envueltos en devaneos sobre las reformas curriculares, o los agasajos navideños, asuntos que C consideraba estupideces, así como las reuniones de áreas de estudios, consejos académicos, juntas de facultad, y pero aún las capacitaciones que, cada inicio de semestre, las autoridades académicas consideraban de trascendental importancia para el desarrollo de nuestra alma máter. C se dejaba arrastrar, como material pétreo, a cada una de esos insoslayables encuentros. Pero se aburría en cada una de las horas. Bostezaba si ocultarlo, abriendo sus fauces de profesor de literatura, hasta que le dolían las amígdalas. A veces encontrar alguna brizna de esperanza en alguna palabra pronunciada le permití largarse de ahí. Entonces, con los ojos puestos en el infinito, se preguntaba, ¿será que ya soy solo una reliquia, una huella más que la vida deja por sus caminos polvorientos, será que me estoy destruyendo, o peor aun, que me estoy desvaneciendo, que solo soy una estatua de sal? Tampoco recordar la belleza, o su versión hecha cuerpo, le importaba. Ni la evocación de todos los cuerpos jóvenes que tuvo entre sus garras, ni los rostros, ni los nombres de quienes se dejaron seducir por los alardes de un discurso retórico, le parecían un alivio. Y peor inclusive era recordar sus cuerpos, el tamaño de sus senos, la forma de sus pezones, los lunares en las barrigas, el grosor de las caderas, las costillas, la forma de las rodillas, de los pies. Antes, cuando C dejaba que la fantasía erótica le sostenga mientras daba clases, imaginaba siempre los pies de sus alumnas, desde los tobillos, el empeine, los dedos, las uñas. En los pies podía resumirse la totalidad de un cuerpo, la personalidad y el carácter con que enfrentaba el mundo una persona en particular. Los dedos pequeños y regordetes mostraban un temperamento alegre, descomplicado, y una decisión firme, pero demostraban también las carencias de una infancia sin padre, y los alardes alcohólicos de una madre. Los dedos alargados y finos dejaban ver la ambición, el cinismo, y una energía sexual capaz de devorarlo todo, un sexo centrífugo. Los dedos planos eran de las chicas ligeras, inteligentes como plumas al viento, y maniáticas en el consumo. Los dedos curvos hacia la izquierda eran de mujeres con fijación oral, bocas succionadoras, dispuestas a llenarse con esperma humana. Los dedos curvos hacia la derecha eran de aquellas ingenuas, soñadoras, y comprensivas. Los dedos con uñas largas y pintadas de rojo eran de personalidades nerviosas, encerradas, casi autistas. Las uñas transparentes y cuidadas de mujeres pulcras, autónomas y despreciables. Las uñas con restos de esmalte, cualquier fuese el color, mostraban personalidades neuróticas. Las uñas pintas de rojo y plateado eran de las esquizofrénicas. Las uñas rotas de las atormentadas, aplastadas, inconstantes. Las obsesivas las tenían uniformes, ajustadas. Había olores ácidos, marinos, a tierra mojada, a pintura de aerosol, a caballo, a hamburguesa, a col, a queso fermentado, a caucho, a cuero. Había sabores dulces, amargos, a jugo de toronja, a jabón perfumado, a detergente para lavadoras, a natas, a perro, a gato, a saliva. Algunos sexos eran velludos, lampiños, con algunos pelitos rubios, encrespados como el mar litoral. Sombríos y ocultos, con perfiles de noche y quebrada andina. Húmedos la mayoría, abiertos. Otros estrechos, infranqueables. Rojos, punzantes como piedras. Calientes y absorbentes. Estos no le gustaban a C porque le sometían a la misma sensación de angustia que vivía en el sauna: el calor que le aplastaba la cabeza, que le escarbaba cada centímetro de piel. Y la necesidad de llevar una toalla blanca a la cintura, como si esa fuese lo suficiente para ocultarlo. Una vez estuvo a punto de morir cuando una mujer entró en el cuarto de sauna y con todo el desparpajo se quitó la toalla. Tenía más de sesenta años. C recordó que así era Devon, una gringa a la conoció diez o quince años atrás, y con la cual tuvo un encuentro sexual poco gratificante, no solo porque el cuerpo de ella mostraba claramente las seis décadas vividas, sino no porque él se encontraba tan borracho que, aunque hubiera preferido, no pudo evitar que Devon le quitase la ropa y le succionara el pene con una desesperación asfixiante. Ahí, con esa imagen espectral de una mujer que no era Devon, pero que se parecía tanto a ella, C se desmayó, por algunos segundos, y cuando regresó a la conciencia vio que encima suyo estaba esa mujer-Devon dándole respiración boca a boca y golpeándole el pecho. Se levantó y mientras batía sus brazos y manos para separarse de la solícita acompañante vio, de reojo, los pelos castaños del sexo. Entonces sí tuvo que contener el vómito y salir de allí a como diera lugar. Afuera, tomó bocanadas de aire para recuperar en algo la angustia. Algunas personas, quizás cinco o diez, estaban sentadas en sillas de plástico cerca de la piscina y regresaron a ver a ese extraño sujeto que, desnudo y sudoroso, procuraba a como diera lugar ocultar una evidente erección.

3 comentarios:

Priscila dijo...

Parece que C quisiera vengarse de sus propios crímenes..."el olvido es la única venganza y el único perdón" C lo sabe, por ello teje en silencio sus discursos retóricos

Teatro ojo de agua dijo...

hay un testigo en C, uno que habla y que no es el que escribe, no es el que habla, ni siquiera es el que respira, que pasaría si C le pregunta.....

Mariuxy dijo...

Yo no critico, me encanta, solo encuentro errores "Bostezaba si ocultarlo, abriendo sus fauces de profesor de literatura,". o redundancias "Entonces sí tuvo que contener el vómito y salir de allí a como diera lugar. Afuera, tomó bocanadas de aire para recuperar en algo la angustia. Algunas personas, quizás cinco o diez, estaban sentadas en sillas de plástico cerca de la piscina y regresaron a ver a ese extraño sujeto que, desnudo y sudoroso, procuraba a como diera lugar ocultar una evidente erección."
La verdad es que me llega , me encanta, me hace recordar...