domingo, 2 de diciembre de 2007

Jueves anterior. Comer. Ir a la universidad. Como todos los días. En los últimos 15 años de su vida C se ha dedicado con obsesión a la docencia. ¿Son 20 o 30? Porque él dice, No hay otra manera. Y parece ser cierto. No hay otra manera de dedicarse a un oficio mal pagado, con decenas de estudiantes desfilando su estupidez y sus ropas a la moda. Animalitos en el páramo. Más las inoperancias propias de una burocracia docente, y la ambición empresarial. Llegó a la universidad casi por casualidad. Fue un año después de terminar su carrera de periodismo que, harto de la cotidianidad, decidió que quería regresar a su tierra de origen, al pequeño pueblo atrapado en las montañas del sur. C entonces creía, ahora ya no, que se puede ser libre cuando se huye, cuando decide escaparse de lo que cree es su fuente de angustia. Pero uno se lleva siempre el dolor a donde vaya. Ahí, en medio de los estudiantes tan jóvenes como él, C empezó a descubrir que la docencia no era solo un trabajo para sobrevivir, un simple empleo que se toma como ser cajero de banco, visitador médico, o barman. Había que enfrentarse con los lados oscuros de la condición humana, con el poder, que es lo mismo que con el destino. Así C repitió, casi sin querer, los comportamientos que siempre había repudiado. Y se volvió el maldito, el cínico, el desgraciado, sometiendo a sus inocentes alumnos a lecturas interminables, controles de lectura, y exposiciones en las que, la mayoría, se presentaba como fantasmas salidos de ultratumba. Luego, cerró los ojos, y pasaron los años, y un día se descubrió más patético que nunca, y sus palabras se le quedaron atragantadas, y una llenura enfermiza le infló la barriga.

sábado, 3 de noviembre de 2007

Viernes anterior. Ir a la universidad en la mañana. En la tarde: cine. No se pude leer el nombre de una película en específico. El cine es un reducto de salvación, como lo fue para los inmigrantes que desembarcaban en Nueva York a inicios del siglo XX. Por eso, cada vez que termina la película, C odia la luz porque le saca, como a un bebé recién nacido, de la matriz oscura en la que experimenta algo parecido a la alegría. Un estado que dura menos de 2 horas, y al que se tiene que regresar con la urgencia que un yonkie regresa a la heroína. Un estado que experimenta desde la primera vez que entró a la sala semi vacía de un cine, para ver, una película del El Santo. Vivía, entonces, en un departamento que quedaba encima del cine Paraíso. La imagen que le llega es así: está, junto con Luisito, su amigo inseparable de la infancia, buscando en el armario de sus padres. En cada abrigo, en cada saco, en cada pantalón, en las camisas, en los bolsos y carteras, hasta reunir dos, tres o cinco sucres, eso C ya no lo tiene tan claro, que es el costo de un boleto para entrar. Dos horas antes llegó Luisito, vestía esos jeans acampanados y los zapatos blancos que siempre usaba. Quizás su origen social le hacia verse así. Su padre era un abogado importante de los juzgados locales, y su madre, su madre era una silueta que, ante los ojos de C, le resultaba siempre vaporosa, imposible de asir. A C le parecía que la madre levitaba. La veía entre el humo del cigarrillo, y el vapor que salía de su taza de café. Tenían una casa cerca del río, en una zona de familias acomodadas, que a C le da la impresión que nunca terminaba. Cada cuarto comunicaba con otro, este con otro. En el centro una especia de sala cubierta por un inmenso techo de vidrio, a través del cual era posible mirar las estrellas. Luisito disimulaba su dinero, por eso usaba ropa vieja, eso es lo que C suponía. Luisito entró en el departamento como siempre, muy dueño de la situación y dijo, C, vamos al cine. Ahí escuchó por primera vez esa palabra. Porque C miraba ya la televisión desde hacía varios años, pero el cine era sobre todo una referencia imprecisa que usaban sus padres cuando alguna noche salían, decía Matute, ¿cheno mosva neci?, para ocultar así la intención de salir de la casa. Y Ramona la contestaba, Is. Pero C esa tarde, cuando Luisito le insistió en bajar al cine, descubrió de golpe y sopetón que neci era cine y que no era solo una palabra camuflada, si no un lugar inmenso lleno de sillas de cuero, con una pantalla blanca que mostraba al Santo en sus peleas por vencer al mal.

sábado, 20 de octubre de 2007

Sábado por la noche. Salir a comer. Un arroz con camarones, y dos cervezas. Es que comer, dejarse llevar por el sabor ácido del limón que cubre los camarones, es lo único que en los últimos días parece darle paz. Y tomar cerveza, aunque la panza se le hinche. Siempre le ha pasado así. Como aquella vez que cruzó el enorme parque negro que separaba a su casa de la zona de los bares. Lo hizo en compañía de Machado. Llegaron al Barbudo, un bar húmedo, del que recuerda la sensación del sopor que le empañó los lentes, y el aserrín en el piso. Pidieron dos jarras de cerveza. Parecían enormes, imposibles de beber, pero poco a poco, mientras fumaban un cigarrillo tras otro la cantidad disminuía. El sabor era raro. Lo que habían comentado en el colegio no tenía nada que ver con esto. Nada que ver con el sabor fuerte y varonil, como lo había calificado El Mono. Ni la sensación de burbujitas picantes en la lengua, como había definido El Chileno. Era, más bien, un sabor lavado, carente de profundidad. C terminaría de darse cuenta que tenía agua, cuando meses después bebiera directamente de la botella, en un estadio de fútbol mientras miraban el clásico Liga-Católica. Pero esa noche solo el hecho de haber sido aceptados en el bar, sin necesidad de mostrar ninguna credencial, era ya suficiente motivo para sentirse orgulloso. Dos jarras son difíciles de apuntar, ni por la cantidad de alcohol, sino por la cantidad de agua que se acumula en la barriga. Tres casi son imposibles. Pues, emocionados como estaban, C y Machado se bebieron 4 jarras, que, pasadas las 2 de la mañana, tuvieron que vomitar al unísono detrás de los enormes árboles de parque negro. Y así ha sido desde entonces. La cerveza le hincha la barriga, y si se pasa del límite de las tres, termina por convertirse en una amarga sustancia que sale por la garganta, y deja su aroma apestoso junto con un ardor terrible. Pero a C no le importa. Prefiere el estado de la ebriedad. De la ensoñación. De la febrilidad que le da valentía, que le convierte en un súper hombre sin dolor, ni tristeza.

domingo, 23 de septiembre de 2007

Sábado al mediodía. Continuar caminando. Ir a la farmacia. Que puede ser una tienda, porque lo que C necesita son aspirinas para mezclarlas con coca cola. Es una de las fórmulas que más le han dado resultado. Esa es la ventaja de la literatura. Si recuerdas, en los momentos precisos, a ciertos personajes que solucionan sus contingencias, puedes estar salvado. Eso obtuvo de la fórmula diaria que Perry utilizaba para despertar. También tiene que ir a una farmacia porque necesita preservativos. Dos paquetes. Es mejor comprar de dos en dos, así se puede estar tranquilo durante varios días. C los utiliza para masturbarse mientras ve alguna película pornográfica. Ese sexo, aislado en su propia soledad, es de los más satisfactorio, porque solo uno mismo puede acariciarse con precisión, apretando o soltando, según sea el caso, aumentando o disminuyendo la intensidad. Con el paso del tiempo el encuentro con su cuerpo ha sido un acto de consumación, de violenta necesidad. Hace años, en los límites de una adolescencia naciente, C requería de dos o tres veces diarias para aletargar un deseo impetuoso, aunque todavía impreciso. Tan es así que la necesidad de acariciarse no le llegó como un arrebato biológico. Fueron los recreos en su colegio lo que le impulsaron a hacerlo. Está de pie, junto con dos o tres compañeros más, en el centro de la cancha de fútbol. Ha llovido intensamente en la noche anterior, así que nadie se anima a jugar en ese lodazal. Sobre todo porque nos hay compañeras de clase, a quienes dedicarles las jugadas. Para qué lanzarse sobre la pelota, como un animal, si no hay otros ojos que no te reconozcan. El Mono lleva la conversación. Dice, Oye, ¿ya te has pelado la pepa? Machado, un lojanito con aires de gran señor, le mira con perplejidad. C mira los ojos desconcertados de Machado y decide, sobre la marcha, que se unirá al Mono, por eso dice, como si supiese realmente de lo que está hablando, En serio Machado no te has pelado la pepa. El lojanito duda, las palabras se le atornillan en la lengua. Ni el dinero mal habido de su padre arquitecto, ni los mimos de su mama, le salvan. El Mono le deja sufrir. Disfruta de ser el primero que hace esas preguntas. Es el más alto de todos los alumnos del segundo curso, así que ha decidido reafirmar su condición, dice, Sí, que si te has estirado la vena. C continúa a afirmar con la cabeza como si él, que todavía mira el Chavo del Ocho, tuviese la respuesta segura. Machado se pone blanco, no le gusta quedar en evidencia de su ignorancia, porque como va ser posible que un hijo de una de la zonas cultas del país, no pueda resolver una simple pregunta. El Mono continúa, ¿Qué si te has sobado el pajarito? Ahí nos damos cuenta todos de lo que está hablando. Machado respira con cierto alivio, dice, Claro, claro, lo que pasa es que me confundiste con eso de pelarse la pepa. Es tarde, C se encierra en el baño a estirarse la vena, pelarse la pepa, sobarse el pajarito, aunque no tiene la más puta idea de cómo se hace. Ahí, en medio del frío cuarto del baño, recuerda lo sueños de los últimos días que parecen adquirir sentido. Con el paso de los días la costumbre de encerrarse en el baño causa molestia para los otros habitantes de la casa. Es que solo hay un baño, y, como es de suponer, casi siempre tiene alguien adentro, y otro a la espera. Entonces cuando C se encierra, provisto desde hace algunos días con fotografías de mujeres desnudas, supone una tortura para los otros. Pero a C no le importa, o se hace el sordo. Quizás, digo yo, realmente está medio sordo. Concentrado en mirar como su miembro se alza, en el río de emociones que parecer querer romper un dique invisible. La mano le duele, el antebrazo y la muñeca. Cambia de mano. Pero no puede, no tiene la destreza. Cierra los ojos y descubre senos y nalgas de mujeres que ha visto en la televisión, en las revistas, ninguna en especial, una suma de partes, de fragmentos que componen un cuerpo inmenso. De tanto en tanto abre los ojos y mira un fotograma de Sodoma y Gomorra, y vuelve a cerrar los ojos. Otra vez piernas, manos, senos, culos, cientos de culos, y sexos, que son superficies velludas que intuye. Algunos momentos aparece el rostro de Ramona, su madre, entonces C se desinfla. El rostro no se presenta con un gesto condenatorio. No es ella detrás de la puerta, que descubre a su hijo entregado a las manualidades. Es el rostro de ella, desprovisto de emociones, como una fotografía digital, retocada hasta quitar cualquier rasgo de humanidad, pero, y eso es lo que le produce temor, más presente que nunca. La madre de C está leyendo. Y cuando lo hace el mundo se concentra solo en las palabras. Está sentada en un sillón pequeño, tiene un chal sobre las piernas. La luz de la tarde entra por la ventana. Al otro lado, en una esfera desconocida para todos, C se encuentra con su idiota, con ese otro enajenado que aparece en los filos del gozo. Su cara se frunce, cierra los ojos, el corazón golpea, y se hace el gemido, la primera anunciación, la pequeña muerte. Sale del baño como si nada, con una vergüenza que ha sido lavada con jabón de rosas. C sigue derecho, y ser pierde, como casi siempre en el paisaje de su casa, en las faldas de una de las montañas que circundan la ciudad.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Lo que sigue son las listas que se pudieron recuperar cuando se abrió la habitación de C. Lucía escrupulosamente ordenado en los primeros días y meses, pero a medida que avanzan, que en rigor sería retroceden, las referencias parecen extraviarse. Las listas, que son realmente descripciones de eventos, se cruzan unas con otras, se confunden, se precipitan por abismos, casi imposibles de descifrar. Sin embargo, cabría señalar que la lucidez no le dejó del todo. De rato en rato la luz parece cubrirlo. Así, como C siempre pensó su encierro fue su puerta de escape.
Sábado anterior: otra vez ganas de comer mariscos. Dirigirse a un restaurante para satisfacer esta necesidad. C se despertó con un ligero mareo, que había sido ya tan frecuente en las últimas semanas, pero que había recrudecido a medida que más comía. Pero no podía dejar de hacerlo. Entra a una marisquería cerca de un parque. Pide un caldo de bagre, y una cerveza fría. Los clientes lucen deportivos. Visten calentadores y, muchos de ellos, llevan pantalonetas y medias llenas de barro, zapatos de fútbol destrozados, y por los rostros caen enormes gotas de sudor. Comen grandes cantidades de canguil y ceviche de camarón. Beben enormes jarras de cerveza. Gritan y ríen. A C esa euforia le parece conocida. También él encontró en el fútbol una posibilidad de arrancarse la realidad en cada patada. El fútbol le llegó por doble vía. Frente al televisor, cuando tenía 6 años, y miraba los partidos del campeonato argentino. Recuerda el clásico River-Boca, y las miles de serpentinas que caen al suelo. Los narradores bonaerenses que celebran las jugadas. Vino el mundial del 78. Sus jugadores favoritos fueron Kempes y Fillol. Le gustaba la fuerza y la elegancia que mostraba el delantero cada vez que se enfrentaba a sus rivales. Y del arquero, el buzo verde que usaba, y esa sensación de vértigo que le producía cada vez que puñeteaba el balón, a la salida de un corner. Luego se dejó atrapar por el bullicio y las delirantes narraciones que hacían los locutores deportivos ecuatorianos, cuando narraban los partidos del campeonato nacional. Había uno en particular que le asombraba porque creaba una especie de teoría sobre el fútbol, que C apenas alcanzaba a comprender. Era una formulación matemática que le maravillaba: 4-3-3. ¿Qué diablos significaban esos números? C no lo sabía, pero cada vez que el comentarista, en el entretiempo, hablaba al respecto, le parecía que estaba accediendo a un mundo de misterios, de códigos imposibles de descifrar, y, sin embargo, sabía que tenía que haber una clave para poder acceder a la solución. Y así lo hizo cuando años después descubrió, así de pronto, que esa extraña fórmula que le maravillaba no era más que una disposición táctica que visualiza a los defensas, los medio campistas y los delanteros. Pero en su recuerdo sigue viéndose encantado frente al televisor de su casa, con el fútbol encerrado en la pantalla, y el gran enigma de los números. La otra vía era más cercana. C se mira entrando en el estadio de su ciudad natal, de la mano de Matute a quien agradece por sacarlo en la noche a un evento de hombres. El estadio luce de rojo completo. Hace frío, pero a C no le importa. El humo del cigarrillo se mezcla con el aroma a trago. C lo puede identificar claramente porque cada fin de semana es el mismo que está impregnado en la ropa de su padre, en el aliento, en las manos. Pero a C eso no le importa cuando entra al estadio, o se olvida. El equipo salta y la gente vibra. Llevan su tradicional uniforme de rojo y negro, y el arquero de verde y negro. Se ha olvidado de los nombres y los rostros de los jugadores, menos del arquero, un argentino que se llamaba Pereira. C quería ser como Pereira, y lanzarse al balón con las manos hacia adelante, jugándose la fachada en cada bola, como él lo hacía. Así lo recuerda, aunque quizás no pasó y lo que recuerda C es solo la versión de los hechos. Y qué es sino la memoria: un regreso a lo que fue, a lo que uno cree que fue. El partido, como casi siempre, supone la decepción para los hinchas que miran a su equipo incapacitado de ganar al rival. Cada minuto es un ir y venir de bolas, sin ton ni son. Hacia el final del entretiempo C ya duerme. Su padre la ha repetido insistentemente que lo haga, que si no, no le vuelve a traer, y C le ha respondido con el mismo entusiasmo con que se espera una bicicleta en Navidad, que seguro que aguanta todo el partido, pero no ha podido cumplir con su palabra, y se duerme, sobre las piernas del padre, que termina por aceptar que C no hará otra cosa más que dormir. Y así seguiría hasta el final del partido, a no ser porque los gritos de los hinchas que increpan a los jugadores y al entrenador cada vez son más altos. C se despierta. De hecho, no es que haya dormido profundamente. Entre el frío y el aroma a licor barato se escabullen los sonidos de un estadio: gritos de vendedoras de cerveza, sánduches, cigarrillos, los periodistas que deliran en las diminutas cabinas que están en la parte superior de la Tribuna, los silbidos y los insultos de los neuróticos asistentes. C termina por despertar. Faltan diez minutos para que termine el sufrimiento. El marcador muestra un 0 a 0. Hay un tiro libre de indudable peligro para el equipo local. Pereira coloca 5 jugadores en la barrera. Luce nervioso. Escupe sobre sus guantes. El estado grita al unísono. El zurdo, del equipo rival, lleva las manos en la cintura. Mira fijamente al balón y alza su cabeza, de rato en rato, para determinar la posición del arquero. Los jugadores en la barrera dan pequeños pasitos para ganar centímetros, parecen bailarines. Los jugadores del otro equipo protestan al árbitro. Una tarjeta amarrilla y empujones. Los hinchas silban y gritan. A C el corazón le golpea en el pecho. Siente la presión de todo el estadio. El árbitro pita. El zurdo da un saltito y corre hacia la pelota. La barrera se desmorona. Algunos saltan, otros se cubren las caras, los genitales, otros abren las piernas. El balón atraviesa la barrera. Pereira lo ve acercarse, violento, como un misil. Se lanza a su derecha con todo el cuerpo convertido en una canasta. Abraza la pelota pero no la puede detener. Los defensas se quedan congelados, como una fotografía en blanco y negro. Un delantero del equipo visitante se barre. Alcanza la pelota y esta entre lenta, lentamente por una esquina, mientras el arquero argentino ya no puede reaccionar. El estadio se queda en silencio, mudo. Como cada partido tiene que vivir su propio Maracanazo. Restan 5 minutos para que termine el partido. El equipo se lanza con todo a buscar el empate. Parecen guerreros, cazadores desesperados por alcanzar una presa que les salve del hambre, de la muerte. Quizás por esos 5 minutos finales la gente de la pequeña ciudad llena los viernes el estadio. Porque en esos minutos finales se concentra la sobrevivencia, la lucha por salir adelante, el ímpetu de los derrotados. El árbitro pita. El partido termina. La gente sale cabizbaja, segura de un descenso a la segunda categoría, que parece inevitable, pero llena de una alegría comprimida en el fondo del corazón, porque ellos, como los jugadores, enfrentan la vida cada día con la misma decisión de morir en los últimos 5 minutos. C toma un sorbo más de cerveza. Los jugadores aficionados continúan con su algarabía desesperante. En la pantalla de la televisión se proyectan dibujos animados. Llama al mesero paga la cuenta y sale.

lunes, 27 de agosto de 2007

En la tarde va a un mall. Compra marcadores de colores, tres resmas de papel bond inen A4, y mazquin. Ha decidido, para esta tarea, dejar de lado su lapto. Prefiere las manos, la textura del papel, y el color de los marcadores. Piensa, Cada día una hoja. Que C pegará en su estudio. Tiene suficiente espacio en las paredes, y si se precisa más quitará los retratos de Cortázar, Borges, y García Lorca. O sus cuadros. De todas maneras esos lienzos, más o menos grandes, C los desprecia, y no los ha quemado por su madre. Ella sufriría mucho si supiera que han pasado a mejor vida. Y C no quiere darle más penas. Pero quizás sea esta una buena ocasión para crear con ellos, y con unos cuantos cientos de libros y su respectivos libreros, una fogata. Y cierra los ojos. Está sentado en uno de los asientos del tren Bourdeaux-París. El cielo naranja se expande por su ventana. Baja la mirada y encuentra sus botas viejas, de mochilero, el jean agujereado y el buzo oscurecido por el sudor. Está delgado. En su mochilla lleva una manzana y un sánduche de tortilla española, que trae desde Madrid. Ha terminado sus estudios de cine en Valencia y ha emprendido un viaje soñado hasta París. Síndrome de Ulises, piensa. Pero he decidido hacer una parada de dos o tres días en Sant Junien, para visitar a una amiga de la universidad. Llego el viernes a las 5 pm, según el horario, le confirma por teléfono el día anterior. Muy bien, le contesta la voz al otro lado. C se baja en la estación. Espera que los cinco niveles aprobados en la Alianza Francesa le sirvan para algo. Busca la dirección en su libreta. San Junien es un pueblo pequeño, así que no te cuesta mucho encontrar la dirección. Timbra. Hay unas voces que hablan por el citófono. C no entiende nada. Silencio. Otra vez pregunta, ¿Dónde está? Las voces, diminutas, perdidas en la electrónica, le repiten. C está desconcertado. Camina de regreso a la estación. Hay un hotel al frente. Pide un cuarto. Es carísimo, pero no queda de otra. Piensa, Mañana debe llegar. La televisión muestra a Aznavour. Se aburre. Sale a caminar. Tiene un dolor que le atraviesa el cuerpo. Pero ha decidido no gastar nada. Ya mañana se pondrá de acuerdo con su compañera de universidad. En la noche se encierra en su habitación. Es húmeda y vieja. Se acuesta, quiere dormir pero tiene hambre. Por suerte recuerda que tiene el bocadillo. Todavía se puede comer. Y la sabe a gloria. La televisión destella, el francés le resulta un idioma incomprensible. Piensa en todo lo que ha gastado para estudiarlo. Pasan las horas pero no puede dormir. No sabe cómo pero llega el día. Quiere bañarse, pero no hay ducha. Con señalas le hace entender a la recepcionista del hotel de su necesidad. Y esta le trae una palangana y una jarra de agua. Así se bañan los franceses. Regresa al departamento de su compañera. Otra vez las voces que le dicen, que él cree comprender, que no hay regresado, que no lo hará en los próximos días. C mira las calles del pueblo, los autos nuevos, la tienda de tabacos, el correo, y le parece que es un sueño, uno de esos estados oníricos en que se confunde todo. Cuatro horas después está en otro tren, con el sol de fuego cayendo por la ventana. Abre los ojos y mira las resmas de papel, y los marcadores. Dice, Mañana será un gran día. Y se acuesta a dormir como hace años no lo hace. Son las 9 de la noche. Y solo le falta tomar un vaso de leche tibia y abrazar a un osito de peluche. Pero en la refrigeradora solo tiene vodka y restos de comida china. Y el único oso de peluche que tuvo en su vida fue lanzado a la basura cuando C lo descubrió, en una caja escondida en la buhardilla de la casa de su madre, el día que cumplió 20 años.

domingo, 12 de agosto de 2007

El domingo no empieza como debía. La boca le sabe amarga, a ese sabor que viene de adentro, cerca del espíritu. Cuando abre los ojos sabe que no podrá repetirse nada, y esa certeza no le importa, parece que ya nada le importa, y recuerda a Onetti, en su cuarto en Madrid, acostado para siempre, a la espera de dormir para siempre. Piensa, el sueño y la muerte se parecen. Porque C cree que dormir es una forma de morir. La mitad de la vida nos pasamos pensado en la muerte, y la otra durmiendo una muerte que nos espera. Se levanta y prende un cigarrillo. En su velador está la lista que debía cumplir. La toma y la revisa. Hay tantos pasos que dar. ¿Por qué C se deja arrastrar por un aburrimiento que lo consume todo, por qué no continúa con el plan trazado, por qué abre la ventana y mira la calle, las señoras que caminan, el perro que busca entre la basura, el borracho que duerme detrás de un árbol, y no se concentra en llevar adelante todo lo que, escrupulosamente, ha organizado para ese día? Toma un baño largo. El agua caliente le alivia la presión del cuello. Cuando se seca, su imagen reflejada en el espejo empañado le resulta extraña. Se imagina que sale de su departamento. Toma su carro, y se deja ir. Llega a un pueblo escondido de la selva. Compra una finca y una hamaca. Lo poco que siembre le basta. De tanto en tanto mata una gallina, o un puerco. La gente de los alrededores le mira con recelo. Él se mantiene distante. Un día escucha un disparo. Se deja guiar por los gritos. Busca entre los la vegetación y encuentra a un joven. Debe tener doce o trece años. Está sangrando. Lo amarca y lo lleva a su casa. La pierna le sangra. Le venda, con trazos apurados. Los milicos, dice el joven, fueron los milicos. Andan desde hace una semana al otro lado del río buscando a los guerrilleros. Al poco rato llegan sus vecinos, que también han escuchado el disparo. Desde ese día le toman cariño. C es invitado a los bailes, a las reuniones de la comunidad, y le hacen padrino. Pasan los meses. Hay fumigaciones con glifosato, incursiones militares y la diplomacia que quiere reventar el problema. Está en la frontera norte. Se escuchan casos de gente que recibe balas perdidas. C sale, como todas las tardes, a mirar el río. Lo último que recuerda es un zumbido, un pinchazo fuerte en la cabeza. Sigue frente al espejo. Se seca el pelo, y está seguro de lo que tiene que hacer. Como suele acontecerle otra vez sabe exactamente lo que debe hacer. Sube a la terraza del edificio donde vive. Lleva una manta. Se saca la ropa y deja que el sol le caliente. Tiene un frío que le carcome los huesos. Piensa, Estoy a punto. Y parece que es así porque cree haber descubierto el dispositivo que necesita para recomenzar la escritura. Y ahora la llama así: recomenzar, y ya no comenzar. El impulso inicial ya existió, y aunque desapareció, se puede recuperar. La solución está en crear una cadena de acciones que lleven a ese domingo, pero no a partir de un nuevo domingo, sino de un sábado, un viernes, un jueves quizás. De tal suerte que se pueda engañar al tiempo. Coger vuelo, como le dicen, antes de dar una salto. Porque ese domingo, como cualquier otro, no es independiente de los otros. Por el contrario, forma parte de un encadenamiento, y por eso, no puede aislarse. Entonces C lo tiene ya resuelto, es imprescindible que se cree un conjunto de segmentos interconectados para que poder reproducir ese segundo tan ansiado. Piensa, Así la vida. Pero sabe también que ese domingo requiere de días anteriores, y éstos de unos que están más atrás, de una semana que es el resultado de otras que la preceden, y de meses y años que conforma, indisolublemente, un pedazo de existencia. Así para todos los seres humanos y sus eventos. Pero a C solo le interesa la suya en particular. Las listas tendrán que aumentar. Así, deberá detallar cada uno de los días, las semanas, los meses y los años que ha vivido hasta ese domingo. Claro que en cada lista ha decidido, y creo que hace bien, eliminar todas las acciones mecánicas, las que no son elementales, las simples instrumentalizaciones: así, ya no importa enumerar cada uno de los pasos que se dan para cubrir una cuadra, ni la respiración, ni la mirada, ni el movimiento de las manos, basta con señalar el acontecimiento al que lleva esa acción. C escribe en una lista: Camino a la tienda. De esta manera las listas se reducen significativamente. Ahora, solo debe recordar las acciones más importantes de los días anteriores para llegar a crear las condiciones similares de aquel domingo. C sabe que esto sigue suponiendo un proyecto inmenso. Una aventura extenuante, pero es su aventura y ha decidido entregarse a ella. Tiene la esperanza, y hay que calificarla como tal, de que en un momento cualquiera, casi sin darse cuente, encuentre una cadena de acciones que se junten durante toda su vida para formar la línea básica de su existencia. Algo así como un adn de eventos. Así podrá eliminar todos los otros. Una vez elaboradas todas las listas, sus ojos, lo sabe como lo sabía Nash, su cerebro tendrá la posibilidad de subrayar, con un haz de luz invisible, solo aquello de singular importancia. Luego de lo cual tendrá que repetir las acciones esenciales que conformen esa cadena de eventos. C cree que no serán muchas. Pero todavía no se aventura a lanzar una cifra. Prefiere, sobre la marcha del proyecto, atreverse a poner un número. Por lo pronto sale a un restaurante chileno y se toma dos cervezas frías con dos empanadas. Y se siente dichoso. No le importa como le mira la gente. Los rostros de extrañeza con que los comensales lo miran. Y es que C no se ha dado cuenta, quizás por la euforia del momento, que solo lleva puesta una salida de cama, y unas zapatillas rojas de plumón, que es el único regalo que le aceptó a Loló.

lunes, 6 de agosto de 2007

Jueves. Todo vuelve a la calma. Hay otro presidente. C se queda en el departamento. Cocina pasta. Toma una botella de vino blanco. Fuma un chafo. Más tarde un café y alguno cantuchines. Le encantas estas galletas con almendras. Le llega la imagen amarillenta, como del color de la orina, de la Strega, una bebida del sur de Italia. Y los paisajes de la Toscana, en verano, los cielos azules que cubren inmensos campos verdes. Los castillos, otrora fortines violentos, convertidos en restaurantes. Las fiestas que celebran los matrimonios. Los antipastos, los platos fuertes y los postres. El limonchelo. Y todo le parece un sueño, un paisaje de colores, que se derrite en la fría tarde quiteña. En la noche mira la televisión, y se duerme con el sabor amargo que deja la vida cuando está atravesada por el dolor.
Viernes. Se levanta y va al parque. Faltan dos días para recuperar ese instante maravilloso. C se ha convencido de que lo va a lograr. Que su fuerza de voluntad, y todos los pasos que tiene que dar, escrupulosamente anotados, serán suficientes para repetir ese momento. Se pone un calentador y se va a un parque. Mira los árboles, y los caballos amarrados a sus troncos. Son viejos y maltratados ejemplares que deben soportar a los clientes que pagan por montarlos unos minutos. Hay otros, lustrosos y sanos, que montan los policías. En la noche se va a un bar, de esos que además tiene una diminuta pista de baile. Toma vodka tras vodka, y mira a las parejas dar decenas vueltas, agarrados de las caderas, de los brazos. Apretados y sudorosos. C fuma. El aire está denso, fantasmagórico. Solo descubre ojos, y el brillo de unos lentes. El sonido del hielo en las copas, y la música que retumba en todas las esquinas. El piso se mueve. Eso cree C, pero no es así. El es quien se mueve. Está como en un barco en alta mar. Se va hacia la izquierda, parece que el piso se inclina hacia ese lado. La noche le pasa volando. Cuando sale del bar son casi las cuatro de la mañana. Apenas puede caminar. Sería presa de cualquier ladrón sin mayor problema. En las calles ya no hay el fragor de hace algunas horas. La mayoría de la gente se ha marchado. Quedan los borrachos, los vendedores de droga, las prostitutas, los travestis y los policías. C llega a su departamento. Y duerme. El sábado se pasa en la cama, bebiendo agua, café, y tratado de leer, infructuosamente, a Heiddeger. No quiere saber nada. Apenas ha tenido fuerza para lavarse los dientes, bañarse y regresar a la cama. Goza de este maltrato, porque así su cabeza se rinde y deja de pensar en que ya faltan solo pocas horas para que llegue el domingo. A las once de la noche apaga las luces, se toma la mitad de un somnífero y se mete bajo el edredón. Y sueña. Es niño. Lleva un traje de torero. Está en medio de la plaza. Sale un toro negro. Corre de burladero a burladero, hasta que se percata de su presencia. Entonces viene hacia él. C quiere correr pero no pude: tiene los pies llenos de clavos, de fierros. Llora. Algunas voces le gritan, Chivo pata de palo, pata de pato. Pero no sabe cómo y ya no está ahí. Está en una morgue. Lo sabe porque el olor de formol y de cadáver se mezclan en el aire. Hay fotos que muestran distintos cadáveres y sus diagnósticos: muerto por balazo, por ahorcamiento, por implantación de silicona. C no quiere seguir ahí, pero sigue caminando. Siente frío. Escucha ruidos. Hay gente que está realizando una película. Las luces iluminan un rostro. C se acerca y reconoce el de su padre. Grita, quiere gritar, pero los sonidos se quedan atrapados en la garganta y la boca. Le duele el estómago. Las tripas se le revuelven. Quiere orinar. Busca, desesperado, un baño, pero no puede hallarlo. La vejiga está por explotarle. Ya no le importa orinará y cagará en frente de todos, si es necesario. Abre los ojos, la madrugada aparece por los filos de la cortina. C se levanta, va al baño, y se sienta sobre el váter, y deja que la heces, la orina, y la muerte se le escurran.

miércoles, 1 de agosto de 2007

Miércoles más tarde. El país se desmorona. Las calles están atestadas de gente que pide la salida del presidente. Los militares han puesto un círculo de protección al Palacio Presidencial. Hay barricadas diez cuadras a la redonda. Pero la gente avanza. Los policías lanzan bombas lacrimógenas y tiros al aire. Cae un fotógrafo chileno. Su muerte es la primera. Hay más. El presidente se resiste a renunciar. Trae gente de la costa para que le defienda, a cambio de una camiseta y 20 dólares por día. Hay enfrentamientos. La televisión muestra la sangre en la calles. La cúpula militar quita el respaldo al presidente. Minutos más tarde un helicóptero sale del palacio. Ahí huye. C mira los acontecimientos casi con indiferencia. Prende la televisión de tanto en tanto para ver cómo marchan las cosas. Pero casi no hay nada nuevo. El mundo sigue girando alrededor de las telenovelas y las versiones, mil veces pasadas, de Rocky. C espera el domingo.

lunes, 30 de julio de 2007

Miércoles. Decide caminar. Tomar una calle, la primera en la que descubre una mujer que le llame la atención. Y la sigue, a diez o quince metros. Se detiene cuando ella lo hace frente a los escaparates. La espera cuando entra a un local de fotos. Y la sigue. Ella habla por su teléfono celular. Y ríe, y cuando lo hace arquea su espalda, el cuello se alza. C cree que ríe pero no es cierto. Ella hace una mueca. El pelo la cae sobre la espalda. Continúa caminando. Entra en una cafetería. Prende un cigarrillo. Pide un capuchino. El humo sube hasta el techo, ahí se vuelve una mariposa y desaparece. Llega un hombre. Viste un terno negro, una camisa blanca y una corbata de seda rosada. C mira sus zapatos. Están pulcros, lustrados. Toma un cigarrillo de ella. Pide una cerveza. Hablan. Ella habla. El escucha. Lucen tensos. Ella le reclama con la mirada. Mueve las manos. El la mira. No dice nada. Luego ella calla. El habla. Ella quiere interrumpir, pero él no la deja. Continúa a hablar. Parece decidido. Ella le toma la mano. El se suelta. Ella lo mira. El no quiere saber nada. Llama al mesero y pide la cuenta. Ella busca algo en la cartera. El mira hacia la ventana. Ella saca un sobre y se lo da. El abre, y sus ojos se vuelven inmensos. Le reclama. Ella ahora sí sonríe. El se levanta, y bota la botella. Se va. Ella le sigue con la mirada. Luego, un segundo de silencio. Mira hacia la taza vacía. Y levanta la mirada. Ahí se encuentra con la de C. Un grupo numeroso de jóvenes entra en la cafetería. Hablan alto y ríe. Cuando se sientan ella quiere encontrar la mirada de ese extraño, pero C ya está doblando la esquina.

sábado, 14 de julio de 2007

C tenía las manos entrelazadas detrás de su cabeza. Estaba acostado y miraba los estucos de la casa vieja donde vivía. Los libros que había salvado de la feria de pulgas estaban dispersos por todos lados. La poca ropa que tomó estaba amontona sobre dos sillas de mimbre. Sobre una mesa redonda estaba la computadora. El destello iluminaba toda la habitación. Había en el ambiente olor a tabaco y café. En la cocina se podían encontrar restos de arroz y una lata de atún. Se desperezó. Tomó un poco de café y sentó a escribir. Recordó los momentos vividos en la playa. Es intenso segundo en que todo pareció tomar sentido. Lo que C había querido siempre era escribir, eso ya es sabido, pero quería encontrarse con la obra total, aunque esto no dejase de parecerlo un poco ridículo, y sentirse una especia de Carlos Argentino, trasnochado y atrapado entre las montañas de los Andes. Durante mucho tiempo sus pensamientos se dirigieron a encontrar excusas para no decidirse a empezar su proyecto, y cuando parecía haber encontrado la fuente inicial de donde beber, la vida, y las contingencias de la realidad, le había quitado la posibilidad. Cuando se fue la luz, y se apagó su computadora, C parecía haber llegado al último punto de un rumbo, y solo le quedaba morir. A eso fue, conciente o no, pero en la playa la mujer y sus huellas en la arena habían aclarado, como un trueno en medio de la noche, los pasos que debía tomar. Si, en aquella singular mañana de domingo, había logrado llegar a ese preciso punto del espacio-tiempo, era posible regresar otra vez a esa convergencia. Se trataba solamente de crear las condiciones que existían en ese domingo. Pero en su interior, esa voz estúpida de la conciencia, o del sentido común, le decía que eso era imposible. Vanos habían sido los intentos de reproducir la vida en laboratorios con abundante tecnología de punta: suponer, seleccionar, mezclar, activar. Al final de la experiencia quedaba solamente una masa verdosa que se asemejaba a un pedazo de plastilina botada por un niño. Sin embargo, su tozudez le llevaba a replantearse el problema, decía, Un instante como el mío puede ser recuperado manipulando las condiciones de la naturaleza, de la materia que depende de mis decisiones. C era escrupuloso cuando de planificar se trataba. Creía que para lograr un regreso a ese punto maravilloso de partida, era necesario repetir, duplicar, clonar las mismas acciones que había realizado la mañana de ese domingo. De la misma manera que se engaña a una esposa repitiendo la rutina, sin que se percate de las pequeñas suturas que esconden el adulterio, se podía tomar el pelo al dios cronos. Y empezó a escribir listas. Debía cumplir cerca de cuarenta acciones. Alzar el brazo, estirarlo, tomar la manija de la puerta, accionarla hacia la derecha, caminar uno, dos, tres, cuatro. Aplastar el botón del ascensor. Mirar al suelo, dejar que salga algún gas atrapado en sus intestinos. Respirar el aire del domingo. Doblar la rodilla derecha y luego la izquierda para agarrar una tarjeta roja que está en el suelo. Mirar la tarjeta por los dos lados, y comprobar que es de un bar de masajes que queda a dos cuadras de su edificio. Y luego un, dos, tres, cuatro pasos, siempre acompasados como lo hizo aquella vez, percibiendo los aromas a cerveza, marihuana y sexo impregnados en las paredes del barrio. Alzar la cabeza, mirar las nubes, la estela que deja un avión. Dijo, ¿es más importante el asesinato, o los pasos preliminares? C pensaba que sería mejor concentrare son en las acciones esenciales. Pero cada vez que quería eliminar un movimiento, que le parecía innecesario, se daba cuanta que este producía un hueco, un cortocircuito en la cadena de las acciones. Por un momento se desespera, cree que todo está perdido, pero disimula, porque sabe que la tarea que se ha impuesto es descomunal, imposible, conllevaba la destrucción de todo lo anterior y al mismo tiempo la creación de lo mismo, de lo idéntico, de lo que por principio ontológico es imposible de lograr. Pero está habituado a sufrir esas dudas inmensas que, como piedras gigantes, parecen caerle de todos lados. Así pasan los días, a la espera de que llegue el domingo para que, como el otro, sea reproducido tal cual. C tiene más de 100 acciones, desde que despierta, sale a caminar y regresa a sentarse frente a su computadora. Está seguro, con esa convicción que se tiene cuando ya nada importa, que la luz no se volverá a ir, que el domingo, como el primer día sobre la tierra, todo estará por hacerse. Cada día la ansiedad aumenta. La espera le carcome. Los minutos parecen detenerse. Ha puesto en cada esquina de su departamento relojes, como si el número pudiese aumentar la velocidad. Pero se vuelven una tortura. C los junta todos y los mete en una caja.
Martes. Y nada sucede. La ciudad se evapora frente a sus narices. El granizo se acumula en los bordes de las aceras, sobre los parabrisas. La gente camina debajo de paraguas, son pocos. Le llega la imagen de Lisboa, las estrechas calles de Barrio Alto y la guerra de paraguas con que deben enfrentarse los transeúntes. Así es en otoño, con un viento que viene del río Tajo. El río nos atraviesa a todos. El Sena, el Támesis, el Amazonas, el Arno, el de la Plata, el Rimac, el Machángara, el Guayas, o el Tomebamba porque en el río está el caudal de lo que se nos va. C piensa, Vivir cerca del río da estatus. Es como tener un pedazo de la naturaleza, quizás el único dentro del cemento, cerca de las manos, pero sin llegar a tocarlo. El río nunca está quieto. En eso nos parecemos. Porque, aunque postrado en la cama, como Sanpedro, el espíritu siempre vaga, atraviesa las ventanas y vuela hasta el mar, o hasta la muerte, que es otra forma de ser libre.

lunes, 9 de julio de 2007

El frío de las montañas da paso a un calor pegajoso que entra por las ventanas, a pesar de los más de 100 kilómetros a los que desciende. Un aroma a cacao y guineo le llena la cara. Atrás han quedado las curvas de la carretera. Ahora marcha en línea recta, con solo el horizonte como límite. Cuando llega a la playa, se saca los zapatos y las medias, y deja que el agua le acaricie los dedos de los pies. Es seguro que no se matará. Eso se puede comprobar a simple vista. Las agonías, los deseos suicidas y todas la dolencias parecen haber desaparecido, como si hubiesen sido solo un hechizo. En su fondo de su cerebro, sin embargo, un punto negro se mantiene. Se sienta. Piensa, El cuerpo es un territorio imperfecto, qué diablos, y su geografía requiere de declives y protuberancias, yo tengo una, enclavada en alguna parte, que tarde o temprano aparecerá. Camina por la playa. Toma un cuarto en un hotel de lujo. Se dedica, los siguientes diez días, a beberse todo el bar, y a reventar su tarjeta de crédito. Son jornadas de dicha, de una alegría desbordante, apenas posibles de ser registradas. Un encuentro febril con los espíritus que pueblan su memoria. Voces, rostros, eventos se superponen en su cabeza. C los deja estar, sin miedo, sin remordimientos. Erección tras erección, parece haber dejado de lado su apatía sexual. Su cuerpo renace a los estímulos. Y en su mente las orgías proliferan, hasta habitar en mundo paralelo, un Decamerón de sal. Ahí, encerrado en una habitación con vista al mar. Fervoroso y alucinado, C contiene la respiración bajo el agua de la piscina, y mira anémonas, caballitos de mar, estrellas marinas, tiburones, mantarrayas y atunes como si estuviese detrás del inmenso cristal de un acuario. No comía nada, solo agua y pedazos de pan. A veces, un dolor agudo le atravesaba la barriga, y le quitaba la respiración, pero lograba controlarlo. Hablaba con el mesero, el cantinero, la chica que limpiaba el cuarto, los pescadores, las vendedoras de conchas, los heladeros, los artesanos, los rastas, una niña que le preguntó si se iba a dejar para siempre la barba larga, un perro que le recordó a él mismo cuando era Tombuctú, los cangrejos, las gaviotas, las piedras, la basura, con el mar, a este le confesaba cosas, pero sobre todo hablaba consigo mismo, en un ir y venir de monólogos, decía, En la tumba 2666 se pueden encontrar una viejas películas de 16 mm, en las que están todas las fiestas familiares, bueno si no todas al menos la mayoría, sobre todo las infantiles, esas que tenían gorritos, piñatas y un payaso contratado, en esas que te das vergüenza y te preguntas cómo, tus padres, pudieron haberte vestido así. También hay algunos casetes de vhs que contienen las entrevistas que se hicieron a personajes que entraban en la madriguera: se los sentaba en el suelo, con una pared blanca como fondo, se ponía la cámara en primer plano y se les pedía que hablasen, simplemente eso: decir cualquier cosa. Algunos se acoplaban de lo más bien, pero otros parecían morir. Para llegar tienes que atravesar las primeras paredes del parque, lo haces así nomás, como si fueses un fantasma, usando un método, una serie de pasos calculados al detalle, pero dejando, desde luego, que la improvisación haga lo suyo. Debes seguir por el mismo sendero del bosque, porque si tomas atajos lo más probable es que te encuentres con asaltantes del medioevo, seres que se quedaron ahí para siempre, sin que la muerte se tomara la molestia de buscar entre los nudos profundos, y que te maten sin contemplación. Alguien me dijo que era posible, aunque yo lo pongo en tela de duda, encontrarse con Caperucita roja, Pulgarcito, seis enanos vagabundos, porque el tontín terminó por casarse con a tal Blancanieves, y dicen que le tiene sodomizada, los Pitufos, que son los duros del bosque porque tienen el control de todo el mercado de estupefacientes, algún gigante que duerme plácidamente junto a un travestido dragón, brujas, que realmente no son tales sino mujeres que conocen los secretos de las hierbas como mi bisabuela, una señora muy creyente, llena de fe, que rezaba todas las noches, iba a misa, pero que tenía una capacidad deslumbrante para diagnosticar enfermedades, y hasta a mi madre le curó de sus dolencias del hígado solo con darle todas las mañanas gotitas de alcachofa, a la que exprimía con una piedra redonda, y nadie podría decir jamás que mi bisabuela era un bruja. Pero si del cielo te caen lanzas de fuego es porque algo has hecho mal y tienes que volver a comenzar, una vez más, y como tienes tres vidas no hay problema. Pero si a la tercera no encuentras la manera se salir del bosque sin dejarte atrapar o sin poder esquivas los designios divinos, entonces salado, game over. Y no te quedará más que recordar a Bukowsky: los muertos no necesitan aspirinas o penas, supongo, pero parece que necesitan de lluvia. Ya no podrás descubrir todas las caras que se avecina en los sueños, que viene hacia ti, en un traveling in, que enloquece, porque te da miedo, y no sabes cómo largarte de ahí, aunque estás seguro que tarde o temprano tendrás que despertar de esa pesadilla, pero cuando despiertas estás en otro lado, en un auto que se desplaza solo, a toda velocidad, por una carretera que parece dirigirse al cielo, y sabes que al final no habrá más que un abismo, y mientras más avanza el auto, más seguro estás de que te llega la hora final, pero cuando estás a punto de llegar, de enfrentarte a la muerte, inhalas el aire a todo pulmón y te vuelves a despertar, con la seguridad de que un segundo más, y no habrías podido despertar. Entonces te das cuenta que estás cerca de la caja que contiene las películas y los casetes, y no sabes no cómo has llegado ni cómo hacer para verlos. Y te alegras de estar vivo, de que una constatación como esa, tan pueril, te haga saberte el hombre más dichoso del planeta, y te tocas el cuerpo para saber que has regresado completo, y hasta tienes ganas de reírte, pero te contienes, aprietas tus manos contra el pecho para retener esa alegría que ahora se convierte en una bola amarga atrapada en la garganta. Y así habría seguido a no ser porque cambiaron las cosas. Pasó así: C estaba frente al mar. Tenía una botella de cerveza en una mano y un cigarrillo a medio terminar en la otra. El pelo le caía sobre la frente. Los hombros y la espalda mostraban ampollas producto de las quemaduras solares. Una mujer vieja apareció en su campo de visión. C la miró en su andar lento. Vestía de negro. Se había quitado los zapatos y los tenía en una de sus manos. El cabello plateado. Estaba entre C y el mar, a no más de veinte metros, pero parecía no prestar atención más que a su propio caminar. Miraba las huellas que sus pies dejaban en la arena. Así debió seguir hasta el final de la playa, pero C ya no la vio. Se levantó abruptamente. Regresó al hotel, tomó su maleta. Pagó en la recepción, y encendió el motor del Mercury. Y llegó a Quito, y decidió dejar su trabajo, su vida, y vendió todo, y se encerró en un viejo cuartucho del centro histórico. Dijo, O sea que tengo que inventarme un país, una ciudad y, quizás lo mejor de todo, tengo que inventarme a mí mi mismo.

lunes, 2 de julio de 2007

La mañana siguiente llegó como una fantasma. Una suma de vapores que se confundían con el sol, los carros agolpados en la esquina, el sonido de los aviones que estrujaban las ventanas. C se despertó. Prendió la cafetera. Quería romper a como diera lugar ese chuchaqui seco, con esa patada china que se apretaba en sus ojos, con ese dolor punzante encaramado en la espalda y cuello. Sorbió el café. Prendió un cigarrillo y tomó dos tabletas para el colesterol y una para el ácido úrico. Sacó dos huevos del refrigerador y los puso en un vaso de cristal. Los restos de cerveza se mezclaron a toda madre en la licuadora con los huevos. Prendió la radio, la televisión, se puso un walkman y dijo, ¡Tres mil veces mierda! Eran las nueve de la mañana. El ruido de la calle aumentó. Apagó el segundo cigarrillo. Regresó a tomar las sobras del café cargado. Y ahí, en medio de la cocina, se descubrió más ridículo que nunca, con una camiseta raída y los calzoncillos sucios. El pelo largo y desbaratado. Una barrita colgando y las piernas flacas, de pajarito raquítico. La barba surgiendo a salto de mata. Y recordó la noche anterior ¿Cuántas noches eran realmente las que había pasado? ¿Una, dos, diez? Ese vértigo regresó débil, con los arrestos de un perro callejero. Y era, más bien, una versión que lo que había vivido. Esa sensación golpeó la cabeza con fuerza. Un poste de luz que cae encima. Un batazo. Un quiño. Un golpe de aire. Y se dio cuenta, sobre los azulejos celestes y desgastados, con un rumor inmenso que parecía querer entrar por las ventanas, que ya nunca más volvería a ver esa luz, esa luciérnaga, ese maravilloso segundo en que se juntaron todos los pedazos de la vida, todos los tiempos, todas las imágenes, que ya nada podría ser igual. Caminó, con el mundo sobre sus espaldas, hasta el baño. Abrió el agua de la ducha y se metió, deseando ahogarse. Pero no lo hizo. En vez de eso tomó una pantaloneta y unas chancletas y las metió, junto con una toalla y un frasco de protector solar, en una maleta. Pasó por una gasolinera y cargó de gasolina su mercuy, y se fue a la playa. Quizás la brisa del mar podría despejar su cabeza maltrecha. O, si era el caso, encontrar el suficiente coraje para entrar al mar, y solucionar, de una buena vez, todos sus problemas. Abandonar las palabras, aquellas que le destruyen, que se vuelven un tumor, imposible de extirpar, y pensó en el comandante Padilla, y en los sufrimientos espantosos que padeció mientras luchaba contra su cáncer estomacal, y le dolió el colón, y por unos segundos lo volvió a mirar en una de las camas del hospital del Seguro Social, con los ojos llenos de vida y la sombra de la muerte que le devoraba las entrañas. C está conciente de su fracaso, de la batalla que acaba de perder. Pero no sufre, al menos así se convence, sus parámetros del bien y el mal se han desvanecido. No le importa huir, dejar de lado su trabajo sin avisar a nadie. Aplasta el acelerador y el motor ruge. Ha decidido, sin todavía saberlo del todo, matar su presente. Es dueño de su destino, ser omnipotente, que vive en los sueños, en las fantasías, en las alucinaciones. Toma otro bocado de vodka y enciende otro cigarrillo. Visto así parece haber adquirido un carácter místico. Se desconecta del tiempo.

domingo, 24 de junio de 2007

Salió a comprar el periódico como habitualmente lo hacía. Pero mientras regresaba a su departamento le llegó un dolor intenso de cabeza y náuseas. Se inclinó sobre la acera y vomitó, vomitó como nunca lo había hecho. Pocas personas caminaban a esa hora, pero ninguna reparó en el infortunado que moría en cada arcada. Sudaba frío, las manos y las piernas le temblaban, pero logró incorporarse y empezó a caminar. El viento le despejó un poco. Prendió un cigarrillo y continuó el trayecto con un cosquilleo que se diseminaba por la espalda, las caderas y terminaba en el ano. Llegó a su departamento y prendió su lapto. Contrariamente a tantas ocasiones la pantalla en blanco no le asustaba. Ya no sentía acorralado, como un cuy. Tenía, por el contrario, seguridad infinita de encontrar el momento, el instante justo en que de la vaporosa realidad tenía, no había vueltas que dar, tenía que surgir la primera palabra. El inicio a la concreción, a la totalidad. Estaba seguro, ahora trato de entender que así era, de dar el primer paso, un breve pero inconmensurable paso para la humanidad. Ningún registro de hecho histórico anterior podría tener parangón. Ni el primer, inocente y desesperado, hombre que descubre el fuego. Ni la denominación de las cosas, los seres, los misterios. Ni la primera oración a la noche. Ni el descubrimiento del sexo, el amor, el poder. Dijo, Me llegó. Y parecía cierto pues en C, profesor universitario del tercer mundo, atrapado entre las montañas y la desolación, se concentraban todas las energías del universo, se posaban una sobre otra, se armaban como una bomba, para que de ahí, sin esfuerzo ni concentración, pudiese salir, como tantas y tan pocas a veces a lo largo de la historia de nuestra humanidad, la voz de Dios. Cerró los ojos un segundo, un instante maravilloso, de plenitud, de paz. Tomó aire, los pulmones se llenaron. Alzó las manos. Se sentía portador de una idea universal, de una fuerza que lo superaba todo, que lo inundaba de amor, de dicha. Ahí, en ese segundo C creyó comprender, que la felicidad no era un concepto, una aspiración pueril. Y así, con el corazón entregado a la mente, estiró la mano derecha hacia la primera letra. Una, que no sabía cuál sería, pero que suponía la iniciación, el camino que empezaba a abrirse. La luz que anegaba la oscuridad de la tierra. Una, que podía ser cualquiera, que impulsaba la maquinaria perfecta del lenguaje, y así, el movimiento de la sangre, de la condición humana. Una letra que accedía al signo, al misterio, al desciframiento. Esa primera letra que era origen y final de todo. Primer día de la creación. Memoria acumulada. Abrió los ojos, dejó que la totalidad operase a través suyo, se dejó llevar, débil criatura, maravillada por el encuentro. Se hallaba en un estado de posesión. Su mano se acercó al teclado, que era el manantial primario, el agua del que bebería la sombra, el mito y la conciencia. Ahí mismo, entre las montañas y el mar. Entre el cielo, el suelo, la soledad. Cercano al pasado. A las fotografías que le sumaban, que le hacían un cifra, un código. Con todos los ríos del mundo y los valles y las cuevas y los murciélagos y los atardeceres y el nacimiento de una criatura y las lágrimas de gozo, los primeros brindis y los bailes las hogueras y las disputas. Luego un tigre, un ciego, un payaso. Una bicicleta y la lánguida figura de la tristeza. Y la historia, la miseria, y los ojos de su madre y su risa brillante y su palabra sanadora, y el agua, el manantial que escondía. Así, hasta que el impulso se hizo mineral, volcánico. Y su mano se dejó llevar y se posó sobre una de las teclas, y todo se volvió nube, vapor, roca, hasta que, como casi siempre ocurre, se fue la luz, una vez más como en estos últimos meses de escasez energética. Y se quedó en silencio, petrificado. Pero debía haber gritado, ¡Que mierda de país! Y luego reaccionó y trató de encender de nuevo el computador, como si solo su desesperación pudiese traer la carga necesaria para que funcionase la vieja batería, pero era ya demasiado tarde. Una vez más la burocracia estatal, y su ineficacia para prever planes de contingencia en época de sequía era, era la culpable de todo. Debió haber gritado otra vez, ¡Maldita luz!, varias veces, y patear los muebles de la sala. Era conciente del instante que había vivido. Un segundo maravilloso, de dicha, de convicción. Ahora solo quedaba la estela de una emoción que se desvanece como la neblina. Y todo se disipó como si nada, sin dejar rastro, y ya nunca más apareció, y se quedó dormido, y despertó con ese aburrimiento que, como todos los días de su vida, le agarraba de los pelos, le estrujaba, y le lanzaba contra el mundo, contra las levedades de su vida, y las miserias de una angustia creciente.

lunes, 11 de junio de 2007

C era conciente que su cabeza le jugaba pasadas, le ponía trampas, para dilatar su verdadero proyecto literario, y él se dejaba caer en esos artilugios porque en el fondo le aterraba la idea de empezar a escribir, sobre todo le volvía loco la posibilidad de entrar de lleno en lo que había sido, hasta ese entonces, el único pretexto para vivir. De tanto esperar a que llegara ese día, C terminó acostumbrándose a la espera. Es más, no podía concebir un día sin entrar en ese estado de ya pronto será, que le propinaba nuevas energías. Dejar pasar un día, una semana o un mes era como beber cantidades industriales de energizantes, de pastillas de éxtasis que le mantenían lúcido. Pero sabía que tarde o temprano tendría que dejar de aceptar el engaño en el que vivía. Estos pensamientos suponían nuevas torturas y angustias que le afectaban el cuello y la espalda. Toda su tensión, el río que creía retener en sus entrañas, se acumulaba en los centros nerviosos y musculares. Tan así que cualquiera que pueda recordarlo hasta hace algunos meses, tendría que aceptar que parecía un cargador de mercado, uno de esos seres de la neblina que se despiertan a las cuatro de la mañana, toman café aguado, y salen a ponerse a la espalda quintales de papa, arroz, harina, carne, que nunca comerán, para obtener unos cuantos miserables billetes que gastarán en pagar el cuarto de porquería donde viven, comer papas con cuero, y beber hasta las últimas gotas de un hervido, preparado con restos de cerveza, ron y puntas, que les hará transportarse a otro territorio, donde solo existe el pasillo y los recuerdos de una tierra de la que salieron para nunca más volver. Entonces llegó una semana, regular y aburrida, pero que supondría el cambio definitivo Un lunes despejado, con el cielo azul, y el sol cayendo a raja tabla. Dos minutos de silencio. La mente en blanco y luego una sensación ligera de vértigo. Un martes como el día anterior, cinco, quizás diez minutos rodeado de una espesa cortina blanca. Un mareo que aumentaba. El miércoles con brotes de una lluvia pasajera, y treinta minutos de desdoblamiento, como si C no estuviese dentro de su cuerpo, distante de sí, pero conciente de mirarse. Jueves una hora completa, con cada uno de sus minutos y sus segundos abandonado a una realidad circundante que no era la habitual, y unas náuseas incontrolables que lo llevaron al baño. Y siempre en medio de las clases. Era como si de las paredes saliese una mano gigante que le cubría los ojos, la nariz, la boca, hasta desmayarlo. Algunos alumnos le dejaban estar así, porque les daba lástima. Había en ellos un dejo de burla contenida, un deseo de que C terminase por volverse loco delante de ellos, aunque la mayoría lo consideraban ya como tal, una especie de animal enjaulado, cuya mirada podría intimidar, y llegar hasta generar terror, pero que, en muchas otras ocasiones, daba pena, eran tan similar a la de un perro apresado. Un animal feroz capturado, apaleado y muerto de hambre. Otros alumnos, casi siempre alguna alumna que lo había conocido semestres atrás, y que le guardaba algún grado de simpatía, le llama la atención, con disimulo, como si quisiese lograr que C pueda retornar a la realidad, sin que esto supongo un trauma, un encuentro violento con el mundo concreto. Otras, como Loló, que habían conocido sus niveles de vileza, le despreciaban cuando ahí, en medio de la clase, empezaba a babear, y los ojos se le desorbitaban. Pero C no sufría ataques de epilepsia. Era como si su cuerpo estuviese viviendo algún tipo de metamorfosis, un cambio de piel como lo hacen las serpientes, pero que le salía desde adentro, más parecido a Alien, a un ser que le empezaba a crecer en las entrañas, y que daba sus primeras pataditas. Era un sensación de embarazo que, luego de lo primeros síntomas, como babear y reír como idiota, daban paso a una sensación de llenura, acompañada de calor, y de nauseas permanentes. Una semana de hambre de marino, en la que comió grandes cantidades de mariscos, y tomó litros de cerveza fría. Los dolores de cabeza también empezaron a prolongarse. Ya no bastaban dos aspirinas en las mañanas, y debió tomar una nueva dosis cada seis horas. Luego recordó a Perry y siguió su receta diaria, y acompañó a las aspirinas con coca cola. Esta mezcla le daba cierta tranquilidad. Vinieron luego los puchos de marihuana. Pero C no lograba encontrar el equilibro. Su cuerpo no dejaba de mandarle señales de cambio, y llegó a pensar que así debía sentirse una adolescente cuando le llega la primera menstruación y sus senos empiezan a crecer. Al principio no creyó que ese estado fuese permanente. Pero, poco a poco, la posibilidad de regresar a su estado anterior empezó a parecerle una quimera, un sueño, como ganar la lotería nacional. C nunca había creído en ese tipo de suerte. Aunque tampoco era de los que pensaba que la suerte se la buscaba uno mismo. Estaba claro que la vida no era el resultado solo de la persistencia. Se necesitaba de otras variables convergentes. Casi todas vinculadas a la tradición. A los resguardos que le daban una familia con presencia social, pues eso suponía ya un nivel de garantía del futuro. De no haber ese antecedente se requería compensarlo con nuevas relaciones, todas adquiridas en colegios privados, universidades de prestigio o círculos intelectuales. Pero C no tuvo nada esto. Sabía perfectamente cuál era su lugar en el orden social. Por ello, muchas veces a escondidas, terminaba comprando la lotería con la ligera esperanza de obtener el gordo. Aunque nunca preguntaba por los resultados. Una semana larga, en la que las cosas parecieron precipitarse. Entonces, llegó el domingo…

viernes, 25 de mayo de 2007

C quería escribir una novela de aventuras con héroes citadinos que descubren planes siniestros para envenenar el agua potable, mujeres secuestradas por alienígenas, chicos que quedan atrapados en los juegos electrónicos, taxistas asesinados por bandas de adolescentes, pero nunca encontraba un sendero preciso por el cual empezar. Se quedaba en las ideas, en los enunciados de las historias, y nada más. Quizás alguna silueta de un personaje, o la descripción de un escenario. Era un creador de proyectos, y hasta pensó en que debía poner una consultoría que tuviere como misión satisfacer las demandas de gente con dinero pero sin ideas, así, pensaba, Podría dejar de una buena vez la maldita universidad. Una vez, por ejemplo, se le ocurrió que abría que ponerle un ojo al Pichincha en cuyas faldas se asienta Quito. Desde la ventana de uno de sus antiguos departamentos podía mirarse un gran claro rodeado por bosques. En ese punto, pensaba C, era posible implementar un conjunto de piedras rojas que simulen el contorno de un ojo. Ya veía él todas las interpretaciones que podrían darse: mensajes de ecologistas, religiosos, políticos, estéticos, cuando lo que quería C era hacerlo solo porque le daba la gana. Luego se imaginó, en vez de piedras, espejos que reflejasen el sol, así su brillo sería permanente, claro esto suponía poner en riesgo a muchos de los curiosos que se quedasen viendo el ojo por mucho tiempo, pero eso no le importaba. Había, eso sí, que solucionar el tema del desplazamiento terrestre, por lo que tendría que diseñar un sistema de movimiento incluido en los espejos, así estos, como los girasoles, se moverían buscando al sol. Claro que este reflejo solo era posible de contemplarse de algunos puntos específicos de la ciudad, pero bueno que hagan algo los que quieren verlo, decía C. Apareció, más tarde, la dificultad de la luz, porque tal como estaba concebido se requería de sol constante, y aunque eso casi nunca era un problema, algunos días a san Pedrito le daba por enviar aguaceros interminables. Dos o tres días seguidos de lluvia serían nefastos, debido a que la memoria de los quiteños era muy frágil, y C no querían que se olviden del ojo. A eso se sumaba las noches que, por razones evidentes, dejaban de lado la maravillosa posibilidad de contemplarlo. Así que dejó de lado los espejos, y diseñó unas piedras de cristal que incluían, cada una, un núcleo luminoso, que se cargaba con enormes paneles sonares, que hacían las veces de pestañas. De tal forma que cada vez que el ojo se cerraba, pocas veces en el día, los baterías se cargaban, y garantizaban un fulgor noctámbulo sin precedentes. Cómo hacerlo, C no tenía más que vagas especulaciones, y creía que sería necesario contratar a un ingeniero, o un estudiante, más o menos talentoso que solucionara todas las contingencias técnicas. Hasta redactó un proyecto que envió a una fundación alemana pero, cuando llevó el sobre al Correo, decidió que dejaría de lado la posibilidad y puso, en el remitente, una dirección inexistente. En otra ocasión pensó que, como una manera de hacer un homenaje al Quijote, se podría realizar un gran espectáculo sonoro que conectase, en tiempo real, a La Mancha, con Quito, Nueva York, París, Tokio, y todos las ciudades que quisiesen unirse a la aventura, a través de señales de radio, que debían ser multiplicadas por todo el mundo. En cada punto habría estrellas del cine con textos par ser leídos. Dulcinea, en la voz de Mery Strep, en Quito, Sancho, con la voz de Depardieu, en París, el Quijote, sería necesario que la contraparte española pusiese el actor para evitar posibles desacuerdos, en La Mancha. Para Rocinante, en Tokio, algunos esos cómicos mexicanos expertos en imitaciones, ya se vería cuál, total aparecen como hongos. Todos, en una interacción cuidadosamente programada, efectuarían sus performances. Así, las palabras del genial escritor podrían juntarse en un inmenso territorio virtual. Otra vez, luego de mirar un documental que cuestionaba la veracidad de la llegada de Amstrong a La luna, pensó que América, Europa, Asia y África podrían, a través de simples acuerdos programáticos, realizar un show de luces. Se necesitaba la decisión política, y el trabajo responsables de los encargados energéticos para llevar adelante la idea que, en términos muy reducidos, consistía en realizar una coreografía de luces que pudiese verse desde una de las sondas espaciales que están girando en torno a La Tierra. Para ello era imprescindible contratar a un coreógrafo especializado en grandes eventos, como lo que se realizan en los graderíos de un estadio cuando se inauguran las Olimpíadas. Debería usar, por ejemplo, a las Américas como gran pizarra para diseñar los modelos, que podrían ser rostros, palabras, objetos a los que, una vez superados los problemas iniciales de coordinación, dotar de movimientos. Para hacer un rostro luminoso, se toma a los Estados Unidos, y ahí a las ciudades de Posodella, Sant Lake, Cheyenne y Edgemon para que conformen los cuatro puntos de un ojo. Luego a Sioux city, Lincon, Chicago y Springfild para formar el otro ojo. No se puede pedir que sean ojos completamente simétricos, no hay que exagerar. La nariz estaría compuesta por Evans, Blanco P. y Santa Fé, la boca por Phoexis, Tucson, El Paso y Wichita Falls. La una oreja, que sería más bien el arete solamente, por Carson city, y la otra por Memphis. Las otras ciudades, que estaban cerca de las seleccionadas, debían cortar completamente el suministro de energía para que el rostro pudiese destacar. Cuando C miró una y otra vez las ciudades escogidas, dudó porque el rostro empezaba a convertirse en una serie de líneas torcidas como las que realiza un niño en sus primeros dibujos. Luego, mientras fumaba un cigarrillo y miraba la luna, reparó que las ciudades se encontraban en diferentes latitudes y, por lo tanto, la noche nos les llegaba al mismo tiempo, y se sintió estúpido. Tomó otro cigarrillo y bebió dos copas de vino. La luna se había perdido entre las nubles. Estaba jugando con el celular cuando terminó por desechar el proyecto continental, y pensó que sería mejor concentrarse en proyectos citadinos. Así sería posible controlar los dispositivos eléctricos de cada casa y barrio. De esta manera sí se podrían diseñar diferentes figuras que pudiesen ser vistas desde el aire. Terminó la última copa de vino, prendió la televisión y empezó a mirar Los Simpson, y se quedó dormido. Cuando despertó el proyecto quedó pegado, junto con las gotas de saliva, a uno de sus almohadones, como todos los otros.

martes, 8 de mayo de 2007

C nunca se consideró un hombre feliz. Aunque en algunas ocasiones creyó encontrar alguna emoción que pudiera clasificarse de alegría, de regocijo, incluso de júbilo, pero este estado casi delirante de felicidad, jamás. A pesar que se dejó llevar por las soluciones que dictaba el mercado y compró televisores, computadoras, video juegos, multimedias, y zapatos de piel de leopardo, pantalones de cuero, abrigos de gamuza, sombreros españoles y bufandas multicolores. Fue a La Habana, Buenos Aires, México, Roma, Florencia, Milán, París, Londres, Lisboa, Tokio, Nueva York, Sydney, Praga, y solo, durante unos breves días, encontró alivio en la Isla Negra. Se costeó masajes, aroma terapias, spas. Se hizo leer las cartas, el tarot, el puro, la borra del café. Fue donde médicos generales, gastroenterólogos, otorrinolaringólogos, neurólogos, homeópatas, oftalmólogos, psiquiatras freudianos, y un lacaniano que le recomendó un colega de la universidad y que garantizaba encontrar la base psicótica de todos los problemas a partir de culpar a otros. El colega lo había hecho así y tenía resuelta toda la vida. Cada vez que recordaba algún dolor de su pasado: la vez que la mamá le pegó delante de sus amigos porque había dicho que en su casa nunca se comía bien, la vez que los otros niños del sexto grado le hicieron vista de ojos y descubrieron su pollito, la vez que su padre le dejó en el suelo cuando le sometió a un interrogatorio sobre sus supuestos conocimientos sobre la vida de Trosky, la vez que su esposa decidió que quería divorciarse porque él era un tarado y le trataba a ella como si fuese su esclava, su perrita faldera, su mosca, y que, según los delirios del colega, había sido porque ella se había enamorado de otro. Cada una de esas veces el colega pensaba en que los otros eran los culpables de sus males: sus compañeros del colegio, su mamá, su papá, el otro que enamora a la esposa a sus espaldas. Así nunca tenía remordimientos consigo mismo, y solo por unas cuantas sesiones que aunque sí resultan caras, le decía, valen la pena, se pagan solitas. Pero a C esto no le llamaba la atención. Prefería quedarse enfermo, como tiempo después lo decidiría para siempre, antes que asumir esa postura de gran señor ofendido, que tenía su colega, sabiendo como él sabía, que el lacaniano le estaba metiendo el dedo, y que, de paso, estaba por terminar el parquet de su departamento con todo el dinero que el colega ganaba en las tres universidades a las que tenía que ir a dar clases. C dijo, Ni de fundas. Y se quedó con su infelicidad, y los breves momentos de disipación, y retomó la senda de su vida. Trató, infructuosamente, de querer a Loló. Después de dejarle en su departamento a las afueras de la ciudad, mientras su ford mercury aguantaba el traqueteo de las calles y la lluvia, C pensó, Cómo no quisiera que mi vida fuese una versión literaria de mi vida, entonces tu serías la verdadera Lolita, en medio de los extravíos alcohólicos, como los de Nicolas Cage, y podría encontrarme contigo, con la delicada lía de tu vientre, y tus senos de durazno, para hacerte mi oscuro objeto de deseo, mi musa, mi femme fatale, y dedicarte todas las noches de insomnio, y masturbarme, una y diez veces, con tu imagen en mi retina, para tratar de encontrar el sueño, pero tu no eres Lolita, porque cada días estás más gorda, te inflas por todas partes, te aprietan los pantalones y la blusa, y tus zapatos parecen dos inmensos tamales, y eres malcriada, perdida en una inteligencia que no termina por desarrollarse, con solo el encanto de tu risa que se parece a la risa de Madona. Y C trataba de recordar si a Madona se le veían las encía sangrantes cuando reía, como se le ven a Loló cuando se deja llevar por sus arranques de risa frenética, idiota. Porque ésta Loló nada tiene ese dulce cinismo con el que seducía la otra Lolita a los viejos profesores. Y eso que C se ha olvidado de esa mañana que Loló usaba unas ridículas binchas plateadas de niña de ocho años, y una chompa de cuerpo que le apretaba más de lo que podría decirse como médicamente recomendado, y que le daba forma de pera, de inmensa pera. A C le aburría tanto estar con Loló, porque siempre le estaba pidiendo besos, y declaraciones de amor en la cola para entrar el cine, mientras venían la película, luego con una cerveza en la mano, y sobre todo, afuera de su departamento, con alguna musiquita romántica de la radio, cogida de la mano, suspirando y susurrándole cositas al oído. A C le llegaba un dolor en la cabeza, en el cuello, y unas ganas de salir corriendo, de bajarle de su carro a patadas, y arrancar a toda velocidad para que la tierra del camino la cubra la cara. Pero seguí con ella porque quería inventarse una historia, porque desde el primer momento que supo su nombre, cuando leía la lista de las nuevas alumna de la facultad de literatura, se dijo a sí mismo, Ya es hora que tenga yo una Lolita cerca de mí, como si ella pudiese activar, de una vez y para todas, el dispositivo que C necesitaba para comenzar a escribir su gran novela. Pero esto nunca ocurrió. Una tarde la llevó a ver una película en su departamento, la desnudó, le apretó contra su pecho, en la búsqueda vana de hallar algo más que su propia necesidad de querer, pero no encontró nada. Estuvo un rato sobre ella fingiendo gozar de su cuerpo de niña gorda. Luego la llevó hasta la esquina para que tomara un taxi y se juró que nunca más la volvería a tocar. Algunas noches cuando alguna amiga le llamaba para salir, dar una vuelta por ahí, comer algo, ir a bailar, que eran todas insinuaciones para luego tener sexo, C se negaba, le daba pereza, prefería quedarse en su casa con un cigarrillo en la mano, y mirar los carros diminutos y las estelas de luz que dejaban en el asfalto mojado. Desde su octavo piso el mundo parecía habitado por seres buenos, amables, casi inocentes. Pero C sabía que era solo un artificio, una capa de maquillaje que cubre la realidad. Ya abajo con la proximidad de cualquier persona le regresaba esa sensación de abatimiento que, en algunos momentos, le impulsaba a la violencia, a las ganas de arremeter contra todos, contra algún inocente, pero siempre su cobardía le impedía caer a patadas a todos los que su base más natural le dictaminaba como una orden. Ese deseo reprimido habría de calar hondamente en la salud de C. A la larga, le había dicho alguno de sus médicos, ese impulso neurótico, que no encontró una válvula de escape, le estaba inundando el cuerpo de mierda. Entonces se dedicaba su tiempo a pensar, decía, ¿Podría definir abatimiento? Tendría que mirarme a mismo hoy frente a un encantamiento solo franqueado por el ruido de los autos, o el batir de las alas de una mariposa, o a la frágil cicatriz que deja un esfero al caer al piso. C no veía nada. Era una de sus alucinaciones, como la de un cubo en que creía entrar de tanto en tanto, como un niño en el armario para ocultarse de su padre borracho.

lunes, 23 de abril de 2007

Hace algunos años C tuvo una etapa de evidente fijación oral. Y se entregó a ella con total convicción. Era un acto responsable con su naturaleza, y con esa necesidad exploratoria que tanto habría querido tener en sus años de adolescencia. Cada vez que bajaba al pubis se hallaba en un estado de exaltación casi gloriosa. Lamía, sorbía, chupaba como un especialista. Un amante profesional que trataba de encontrar las zonas de gozo, con esmero y pulcritud. Usaba lengua, boca, dientes, quijada, nariz, oreja y ojos. Un dedo, dos, tres, cuatro y la mano completa, las manos, las piernas, y el tórax como partes de un cuerpo que podía ser masturbado en su totalidad. Entrando, saliendo, acariciando como un ginecólogo enfermo o un taquidermista. Aceptaba con absoluto agrado todos los aromas que emergían del centro del cuerpo. Se nutría de ellos, olfateando el rastro de todos los amantes anteriores. Su sistema olfativo se desarrolló como el de un perro. Y así se hizo Tombuctú, y le buscaban porque su fama se había extendido por la Mariscal. Arrendó un mini departamento en un palacete, y lo decoró abiertamente kitch. Había una enorme cama en forma de boca, que copió de uno de los diseños de Dalí, y una réplica de El jardín de las delicias, jarras de porcelana china, alfombras persas y otavaleñas, espejos con bordes de mazapán, algunos pubs con forma de sapo, una tina victoriana rodeada de girasoles de plástico y varias decenas de fotografías de rostros de viejos tomados en el centro histórico. Fueron semanas de ardua y deliciosa labor. Para C cada sexo era una piedra que debía ser esculpida. Se creía un Miguel Ángel. Su laboral le acercaba al artista, pero sabía muy bien que no podía serlo porque su acto era una recreación, una simulación breve, que se perdía después del orgasmo y que, aunque duraba a veces algunos días en la memoria, terminaba por perderse. Por su terapia pasaron importantes personalidades de la época: una ministra de turismo, dos concejalas, tres señoras del cuerpo diplomático chino, una famosa diseñadora de ikebana, una millonaria alemana, la violinista rumana invitada para celebrar los cincuenta años de la Sinfónica Nacional, doña Ocampo la primera mujer ecuatoriana en formar parte de la Real Academia de la Lengua, Xanadú la mujer-tigre del Circo de los Hermanos Gasca, Meg Rayan cuando estaba filmando una película sobre la guerrilla colombiana, y claro varias antropólogas, actrices de teatro venidas a menos, ejecutivas estresadas, amas de casa de doble vida, estudiantes rancladas del colegio. Luego llegaron los hombres. C recordó que Gide había dicho algo así como: si uno no se ha metido la polla de un hombre en la boca no ha conocido nada. Decidió explorar esos cuerpos venosos, expansivos. Duros y flexibles. Pajaritos, loritos, cacatúas. Llegaron bailares del Frente de Danza, banqueros yuppis, vendedores de celulares, padres de familia con traje sastre y camisa almidonada, profesores de física y matemáticas en colegios privados, cantantes de la novísima trova, David Linch y un camarógrafo con el que estaba explorando locaciones para su nueva película, Armendáriz un profesor valenciano que se encontraba estudiando la literatura de Ortiz, y Alfonso Cazares el primer ecuatoriano en coronar el Everest sin tanque de oxígeno. Pero C se cansó. Vendió todos los muebles, cuadros, fotos y demás objetos decorativos a una señora del mercado de pulgas, se compró un nuevo celular. Regresó a sus lecturas de Heiddeger, y empezó a fumar chafos, más aterrado que nunca, más solo que nunca, más aburrido que nunca.

viernes, 13 de abril de 2007

C recordó a su abuela, y luego a Loló, y dijo, Cuán ridícula te veías con es cinta plateada en el pelo, porque así te vas de una sola al pasado, pareces mi abuela, o la versión actual que ella tendría a tu edad, si no tuviese noventa años, y una joroba letal, y las manos marchitas, y las piel de vidrio sucio, invadida por las manchas negras del tiempo, pero de ojos fulgurantes, dispuesta siempre a comer, a dejarse atrapar por los aromas de su infancia, y presta también a las lágrimas, a los recuerdos que la acorralan y le dan, algunas tardes, verdaderas palizas, pero tu jamás podrías ser como mi abuela, eres una caricatura de la televisión, una versión femenina de Homero Simpson y, que ridículo me parece, ahí radica tu encanto. Y C tenía razón, porque Loló había destruido el concepto de coquetería, el ideal de la belleza, para convertirse en una ser prosaico como una aspirina. Pero C no tomaba en cuenta que ella hacía una pantomima de sí misma, un disfraz de un disfraz. Y los pantalones anchos, y las blusas apretadas solo mostraban lo que ella quería mostrar: una gordura capaz de tragarse todo el mundo, y la decisión de reírse en la cara de C, de sus conceptos y sus supuestas búsquedas estéticas. C pensaba que no era ya posible salir del estancamiento en el que había caído su vida. Pero se cuestionaba la realidad de esa condición porque, a simple vista, le parecía que todo su desazón era el resultado de una rutina que le aplastaba en el cuello, un día a día que se alejaba de la filosofía, de su carácter divagante y especulativo, para someterlo al cumplimiento de rituales y procedimientos vacíos: despertarse, desayunar, bañarse, vestirse, trabajar en la universidad, almorzar, lavarse los dientes, tomar un café expreso, fumar dos cigarrillos con la televisión prendida, manejar en medio del tráfico quiteño, con solo la música de Callas como consuelo, o Rachmaninov, o Shostakovich, y regresar a la universidad para mirar la inutilidad creciente de sus alumnos, o la mediocridad de sus colegas, envueltos en devaneos sobre las reformas curriculares, o los agasajos navideños, asuntos que C consideraba estupideces, así como las reuniones de áreas de estudios, consejos académicos, juntas de facultad, y pero aún las capacitaciones que, cada inicio de semestre, las autoridades académicas consideraban de trascendental importancia para el desarrollo de nuestra alma máter. C se dejaba arrastrar, como material pétreo, a cada una de esos insoslayables encuentros. Pero se aburría en cada una de las horas. Bostezaba si ocultarlo, abriendo sus fauces de profesor de literatura, hasta que le dolían las amígdalas. A veces encontrar alguna brizna de esperanza en alguna palabra pronunciada le permití largarse de ahí. Entonces, con los ojos puestos en el infinito, se preguntaba, ¿será que ya soy solo una reliquia, una huella más que la vida deja por sus caminos polvorientos, será que me estoy destruyendo, o peor aun, que me estoy desvaneciendo, que solo soy una estatua de sal? Tampoco recordar la belleza, o su versión hecha cuerpo, le importaba. Ni la evocación de todos los cuerpos jóvenes que tuvo entre sus garras, ni los rostros, ni los nombres de quienes se dejaron seducir por los alardes de un discurso retórico, le parecían un alivio. Y peor inclusive era recordar sus cuerpos, el tamaño de sus senos, la forma de sus pezones, los lunares en las barrigas, el grosor de las caderas, las costillas, la forma de las rodillas, de los pies. Antes, cuando C dejaba que la fantasía erótica le sostenga mientras daba clases, imaginaba siempre los pies de sus alumnas, desde los tobillos, el empeine, los dedos, las uñas. En los pies podía resumirse la totalidad de un cuerpo, la personalidad y el carácter con que enfrentaba el mundo una persona en particular. Los dedos pequeños y regordetes mostraban un temperamento alegre, descomplicado, y una decisión firme, pero demostraban también las carencias de una infancia sin padre, y los alardes alcohólicos de una madre. Los dedos alargados y finos dejaban ver la ambición, el cinismo, y una energía sexual capaz de devorarlo todo, un sexo centrífugo. Los dedos planos eran de las chicas ligeras, inteligentes como plumas al viento, y maniáticas en el consumo. Los dedos curvos hacia la izquierda eran de mujeres con fijación oral, bocas succionadoras, dispuestas a llenarse con esperma humana. Los dedos curvos hacia la derecha eran de aquellas ingenuas, soñadoras, y comprensivas. Los dedos con uñas largas y pintadas de rojo eran de personalidades nerviosas, encerradas, casi autistas. Las uñas transparentes y cuidadas de mujeres pulcras, autónomas y despreciables. Las uñas con restos de esmalte, cualquier fuese el color, mostraban personalidades neuróticas. Las uñas pintas de rojo y plateado eran de las esquizofrénicas. Las uñas rotas de las atormentadas, aplastadas, inconstantes. Las obsesivas las tenían uniformes, ajustadas. Había olores ácidos, marinos, a tierra mojada, a pintura de aerosol, a caballo, a hamburguesa, a col, a queso fermentado, a caucho, a cuero. Había sabores dulces, amargos, a jugo de toronja, a jabón perfumado, a detergente para lavadoras, a natas, a perro, a gato, a saliva. Algunos sexos eran velludos, lampiños, con algunos pelitos rubios, encrespados como el mar litoral. Sombríos y ocultos, con perfiles de noche y quebrada andina. Húmedos la mayoría, abiertos. Otros estrechos, infranqueables. Rojos, punzantes como piedras. Calientes y absorbentes. Estos no le gustaban a C porque le sometían a la misma sensación de angustia que vivía en el sauna: el calor que le aplastaba la cabeza, que le escarbaba cada centímetro de piel. Y la necesidad de llevar una toalla blanca a la cintura, como si esa fuese lo suficiente para ocultarlo. Una vez estuvo a punto de morir cuando una mujer entró en el cuarto de sauna y con todo el desparpajo se quitó la toalla. Tenía más de sesenta años. C recordó que así era Devon, una gringa a la conoció diez o quince años atrás, y con la cual tuvo un encuentro sexual poco gratificante, no solo porque el cuerpo de ella mostraba claramente las seis décadas vividas, sino no porque él se encontraba tan borracho que, aunque hubiera preferido, no pudo evitar que Devon le quitase la ropa y le succionara el pene con una desesperación asfixiante. Ahí, con esa imagen espectral de una mujer que no era Devon, pero que se parecía tanto a ella, C se desmayó, por algunos segundos, y cuando regresó a la conciencia vio que encima suyo estaba esa mujer-Devon dándole respiración boca a boca y golpeándole el pecho. Se levantó y mientras batía sus brazos y manos para separarse de la solícita acompañante vio, de reojo, los pelos castaños del sexo. Entonces sí tuvo que contener el vómito y salir de allí a como diera lugar. Afuera, tomó bocanadas de aire para recuperar en algo la angustia. Algunas personas, quizás cinco o diez, estaban sentadas en sillas de plástico cerca de la piscina y regresaron a ver a ese extraño sujeto que, desnudo y sudoroso, procuraba a como diera lugar ocultar una evidente erección.

jueves, 5 de abril de 2007

Algunos días C odia a toda la humanidad. La mayoría de las veces odia a parte de la humanidad. Y tiene ganas de comprarse una pistola, una de esas que vende el capitán Peña en un almacén del centro histórico, justo al lado de la entrada a un colegio de jesuitas. Se necesita solo un número de cédula, y el metálico. Eso sí no hay muchos modelos a escoger. Todos de fabricación artesanal, que provienen de uno de los pueblitos del centro del país. También se puede comprar gas paralizante, cuchillos, navajas, pasamontañas, uniformes militares, botas. Todo lo necesario para armar una pequeña banda de pandilleros. Y como a una cuadra de ahí tiene su oficina el licenciado Caimayo, especialista en sacar cédulas y pasaportes falsos, se puede hacer las gestiones de una sola, matar dos pájaros de un solo tiro. C, piensa, Con un arma puedo salir y disparar contra cualquier cabeza. Cada disparo acertado liberaría la suficiente cuota de adrenalina para que pueda pensar con mayor claridad. Entonces el cerebro de C empezaría a aliviarse de la opresión, las arterias, las venas, los centros nerviosos dejarían de lado ese peso de cemento. Esa sensación de opresión, de llenura que C vivió cuando también gustaba de las grandes comilonas, de la lascivia de la devoración, el encanto de la gula. En la mañana, huevos revueltos, con tocino, carne frita y arroz. Huevos tibios, duros, tortilla. Jugo de naranja, con alfalfa y cerveza. Jugo de mora, tomate, maracuyá, piña, naranjilla, coco, frutillas, Pan de dulce, pan con queso, pan de canela, de trigo, de centeno, de girasol. Tostadas con mantequilla y mermelada de mora, de manzana, de durazno, de pera, de frutilla. Donas revestidas de chocolate, de marjar de leche, con pedacitos de nuez, almendra, maní. Café en leche, en agua, pintado, cortado, americano, capuchino. En el almuerzo, seco de gallina, seco de chivo, llapingachos, carne apanada, churrasco, conejo, cuy, pato asado, papas con maní, locro de papas, de acelgas, de habas, de fideos con queso, de cuero, guatita, sancocho, hornado, fritada, yahuarlocro, motepata, caldo de patas, emborrajados, chochos con chulpi, choclos con queso, pescado frito con menestra y patacones, caldo de vagre, encebollado de bacalao, biche de pescado, encocado, sango de camarón con coco, sopa marinera, ceviche de camarón, concha, mejillones, cangrejos, langosta, langostinos, salmón ahumado, caviar, tortillas de verde, empanadas de viendo, de morocho, molo, corbiche, muchines, tamales, humitas, quesadillas langostinos, chaulafán, tallarín con verduras, cancho agridulce, pollo al curry, rollitos primavera, parrillada argentina con chimichurri, preparados con pimienta, mostaza, comino, ajo, azafrán, achiote, tomillo, ají, nuez moscada, ajonjolí, albahaca, orégano, mostaza, páprika, alcachofa, laurel, anís, apio, azafrán, comino, curry, canela, clavo de olor, cardamomo, paella valenciana, tacos, burritos, enchiladas, shawuarma, pizza con tres quesos, espagueti a la boloñesa, a la carbonara, al pesto, raviolis, canelones, risotto, bacalao a la parrilla, cocido portugués, crepes, ensaladas de brócoli, tomate, lechuga, col, acelgas, champiñones, aceitunas, aguacate, habas, pimientos, zanahoria, papas, yuca, rúcula, berros, espinaca, zuquini, higos con queso, espumilla de frutas, queso de piña, quimbolitos, brazo gitano, manzanas rellenas, mouse de mora, manzana, maracuyá, chirimoya, guayaba, pera, alfeñiques, duraznos o frutillas con crema, flan, colada morada con guaguas de pan, gelatina, ensalada de frutas, torta tres leches, pudín de arroz, torta de nueces, zapallo con panela, toctes, nueces, almendras, pasas, ciruelas, maní, helados de ron con pasas, de macadamia, de tiramisú, de mora con coco, de naranjilla, gaseosas en botella, en lata, energizantes, estimulantes. En la noche, vodka seco, en las rocas, con jugo de naranja, de maracuyá, de piña, wisky, padrino, gin tonic, mojito, martini, margarita, piña colada, alexander, daiquiri, vino, sangría, tequila con sangrita, caipiriña, pisco, tom collins, bloody mary, waikiki, canelazo, drake, puntas, satanás, sex on the beach, pócima de amor, huracán, beso de abeja, cigarrillos rubios, ligth, negros, puros, puritos, habanos, marihuana, coca, base, éxtasis, lsd, crack, heroína. Y, algunos años más tarde, nada, agua, un poco de pan y un guineo, cada día, hasta convertirse en la sombra de lo que fue, ladeado, esmirriado, escuálido, escondido en su propia delgadez, harto de los pliegues colgados en los laterales de la espalda, de la cintura, de las piernas fofas, de los pechos grasientos, del culo inmenso de rinoceronte, de la tos, la gastritis, la úlcera, la colitis, las hemorroides, de la taquicardia, los sudores fríos, el mareo, los dolores de la espalda, el cuello, la cintura, los brazos, las piernas, la cabeza, el mal olor de las axilas, los pies, el aliento, los ojos amarillos, el pelo sin brillo, la piel cenicienta.

martes, 27 de marzo de 2007

La vida inconclusa del señor C

Cuando despertó el aburrimiento seguía allí. Pensó, ¿En qué momento de la vida se halla uno cuando el deseo desfallece, y se destruye a sí mismo, se consume rápidamente, fungible y deteriorado como una mascota abandonada? Eso era C, o así se sentía: acorralado por los desplantes de su sexualidad agotada. Un cuerpo cansado. Un perro débil, flacucho y hambriento. Pero no le importaba. La proximidad de una huída, de una escapatoria definitiva de la realidad le daba consuelo. Tampoco es que pudiese definir tajantemente que se encontraba en una cárcel. Era tal vez, me aventuro a decir, un estado de desconcierto, de incapacidad de plantearse la vida, o su sentido, como la vida misma. Y, sin embargo, ese C que todos conocíamos tendría que desaparecer. ¿Otra vez debía convertirse en una fantasma que deambula sin ton ni son? O dejar que su camino ineludible terminase por llevarlo al infierno. Un camino que le resultaba, aunque suena paradójico, gozoso, entrañable, complaciente. Y eso lo sabía porque hasta los últimos minutos mantuvo la lucidez, ese estado de plenitud de la razón, o de una versión convencional que tenemos de ella. C se creía un ser iluminado, y se reía de su suerte. Así su descenso era un hecho de gloria. Su vida fue un divertimento, una historia breve plagada de lugares comunes, un flash en medio de la oscuridad, y sin embargo, fue total, un diminuto encuentro con la plenitud. Pensó, Parece que la vida, o al menos la idea que yo tengo de ella me lleva a un abismo, al desarraigo de mi mismo, aunque eso quizás no suponga necesariamente un quiebre. Talvez pueda encontrar una planicie, una visión maravillosa que me aleje de estas montañas, que me permite encontrar lo que está más allá, un paisaje, un pedazo de tierra mío aunque sea solo una alucinación. Así se quedó C un momento. Luego, pensó, ¿De qué servirían, si no, los rostros y las voces? Y C tenía razón, porque era imposible imaginar un mundo que no fuese este mismo, un territorio que el azar dicte para inventar otro estado que no sea este eterno aburrimiento.
Por eso decidió ser escritor, o pretendió serlo, pero de una escritura que le aleja del mundo, una renuncia por tanto a la propia realidad. Y así siguió todos los días de la vida, tratando de empezar a escribir una novela que nunca empieza. En ese ejercicio diario C tuvo, por algunos momentos, la certeza de hallarse en un sendero desprovisto de los agobios que la rutina del mundo moderno le proponían. Se olvidaba de sí mismo, que es decir de todo. Para C la literatura asumió la tutela que antes había tenido el psicoanálisis. Pensó, Si el psicoanálisis es el momento de la verdad en que el paciente puede abrazar a su monstruo, entonces mi monstruo no se deja coger, me huye, se esconde en el bosque, y es mi lobo, desdoblado y siniestro, pero bello. C dejó el mundo. Renunció a su trabajo como profesor universitario. Vendió sus pertenencias. Alquiló un pequeño hueco en el centro histórico. Compró vodka, cigarrillos, atún en conserva, arroz, fideos, sal, café y azúcar, para varios meses. Y decidió que iba a dejar de existir. Puso un letrero invisible de no molestar en la puerta. Así dejó lo que todos denominamos un comportamiento civilizado para dar paso a su corazón salvaje. ¿Quiso de esta forma regresar a un aparente estado primitivo? De ser así habría que pensar en lo que supone ciertamente lo moderno, la civilización o la barbarie, Eros y Thanatos. Pensó, ¿Qué es lo abominable: un hechizo, una hipnosis que surge de la mi propia voluntad? Se refería al permanente estado de enfermedad en que había decidido, en principio, dejarse estar, dejarse ir. Un estado de postración sin diagnóstico capaz de adivinar los motivos de su decisión. Simplemente estaba enfermo y punto. Pero, además, no quería curarse. De esto sí era conciente, quizás no de cuando ni por qué razones había creído dejar de lado el ideal moderno de la salud, pero sí recordaba que una tarde, después de la cinco de la tarde, mientras se hallaba en un centro comercial atiborrado de gente, pensó que debía alejarse definitivamente del mundo, de esa forma de mundo que gobernaba las relaciones humanas, y la mejor manera era asumirse como un enfermo. ¿Alguien podrá definir a este errante C, desnudo ya de los signos que le da la vida decente, el éxito y el prestigio? A lo mejor sería preciso recordar las horas posteriores a esas cinco de la tarde cuando apareció entre las calles y las luces dislocadas de la ciudad la silueta vagabunda de C. Pensó, Será necesario registrar los eventos de la ciudad, la nueva versión de los hechos. Y así lo hizo, los días siguientes, los meses siguientes, antes de encerrarse para siempre en un viejo y húmedo cuartucho del centro histórico, y empezó a reconocer todos los eventos de los que había sido testigo directo, circunstancial, o mero oyente. Y los guardó en la memoria. Pero no se consideraba un cronista, para C la historia no le atravesaba, se posaba sobre él como lo hace una mosca sobre la basura.
Algunos días a C le asaltaba la muerte. Esa idea le esperaba escondida entre el follaje, como un bandido, dispuesta a rebanarle el pescuezo por unos cuantos dólares que, estoy casi seguro, no llevaba en ese momento. Se quedaba así durante horas. Entonces C pensaba, La muerte es un estado de dulce espera, de una espera que desespera y que encanta. La idea de morir anula la tortura que implica despertarse cada día. Pero C no quiere un suicidio, sino una parodia del suicida. Algo así como un ahorcamiento en la plaza pública, o la guillotina, o frente al pelotón. Vestido para la ocasión, como la haría Montalvo. Quiero eso: Un traje de gala, aunque sucio y raído, y no la desnudez. Le aterra desfilar ante los ojos de Dios así desnudo, aunque así llegó al mundo. Por eso odia a las mujeres que se desnudaron en el Congreso de los Estados Unidos. Repudia la desnudez, no de ellas en particular, sino de todos. Las fotos de colectivos desnudos que se fotografían en las plazas del mundo. Los hinchas que saltan la barrera de protección en los estadios de fútbol. Los viejos decrépitos que muestran, orondamente, sus apéndices caídos, y las viejas que no se avergüenzan de sus tetas chorreadas, en las playas nudistas. También los cuerpos lustrosos en las mismas playas, porque desprecia ese desparpajo de la eterna juventud. Odia los tabledance, las mujeres que se cuelgan de los tubos y sus bailes de seducción comercial. Odia mirar a los bebés desnudos, sobre todo cuando les cambian los pañales y pasan, benditos padres, trapitos mojados sobre sus pequeños sexos. Pero lo que más detesta es el conjunto de cuerpos desnudos atrapados, en un dolor silencioso, en las fosas comunes de Argentina, Chile, Bolivia. Porque odia la desnudez que deviene de la guerra. El desprendimiento de la individualidad. Y los muertos que cuelgan en fotografías en los museos de Auschwitz, la niña que corre desnuda mientras Hiroshima empieza a arder, los cadáveres de los iraquíes torturados por los marines, los cuerpos que registra la crónica roja de la televisión. El cuerpo desnudo le provoca asco. Había que precisar que tampoco le gusta verse desnudo, menos aun frente a un espejo, por eso C nunca tuvo espejos. De niño tenía pavor de ir a la peluquería y su mamá tenía la costumbre de llevarlo a finales de cada mes. Le decía, así empiezas el nuevo mes con nuevos aire, mijo. Ahí, con las manos enormes y venosas del peluquero el niño C quería morir. O escapar, que es una forma de morir. Miraba la navaja 4 con la que le dejaba casi pelado, y se imaginaba que le cortaba el cuello al peluquero. La sangre roja, tan roja, tan linda cubriendo la camisa blanca, la silla, el suelo. Y saliendo por la puerta, recorriendo las calles adoquinadas de su ciudad, que era más bien un pueblo, las plazas y monumentos, los parques y los juegos infantiles, los árboles, las flores, los sombreros que, en esa época, todavía se vendían en las aceras. La sangre libre hasta llegar al río, y mezclarse con el agua de los otros ríos que convergen en el pueblito de las montañas australes. C acepta el desnudo pornográfico. Porque le parece el más ruin de todos, y por eso mismo, el más puro. Pero el de Garganta Profunda. No el de los millones de links que se apiñan en internet. A C no le gusta ese desnudo provisto de una falsa desnudez de la iconografía religiosa. Esos cristos sangrantes, apenas cubiertos en su sexualidad humana, que cuelgan de la cruz. O las gordas rozagantes de Rubens. Ni la Maja desnuda, ni Gala, ni las de Botero. Tampoco Marilyn Monroe cuando era una adolescente dispuesta a todo, ni Madona siquiera, aunque hace algunos años disfrutaba de sus canciones, era su época pop. Y tenía jeans tubo, y camisetas blancas y hasta una chompa de cuero. Y andaba loco por comprarse uno de esos sombreritos tan típicos de los videos. Le gustaba Laura Branigan. Ese era su sueño adolescente. Con ella, con si imagen proyectada miles de veces en su cabeza, torturó a su monstrito, y no le importó escuchar un conversación de dos señoras que iban en un bus, y que hablaban de los encerronas en el baño de uno de sus hijos, las llamadas de atención, Qué es hijito hasta qué hora te quedas en el baño, y el guambra nada que quiere salir, y golpeaba la puerta hasta que los nudillos me dolían, y nada que el guambra sale, qué tan estará haciendo, y luego, como si nada, aparece en la cocina a comer como loco, y la otra señora, qué es pues Sofiíta, no sabe que a esas edad los guambras se meten en el baño a hacer cosas de hombres, pero no hay que dejarles que abusen, una como madre debe poner un freno, y es preferible hasta que busquen con quién iniciarse, alguna de las longas que trabajan de domésticas en las casas, esas son buenas para eso, pero debe evitar como pueda, doña Sofiíta, que su chico se quede loco, porque cuando están así horas de horas en sus cositas he oído que empiezan a ver visiones y todo, es muy grave, no se crea. Pero el adolescente C hizo como que no escuchó. Se bajó del bus y pensó, ¿Y si es verdad que uno se queda medio jil? Caminó por las mismas calles de siempre. Entró en los juegos electrónicos, y por tres horas se olvidó de esas dudas. Ahí concentrado en Cobra Comand se creía una piloto experto cuya misión era derribar a todos los aviones enemigos del mundo. Pero cuando empezó a ir a su casa, otra vez la idea regresó, ¿Y si me quedo lelo? Prendió un cigarrillo y metió las manos en los bolsillos. Con la derecha jugaba con algunas monedas, con la izquierda se acariciaba al disimulo. Antes de llegar a la casa sacó una menta y entró. La madre lo vio pasar como un sonámbulo. Sentarse unos minutos en la sala, frente al televisor, coger un periódico y mirar a Dick Tracy y su enorme quijada de mesa. Y luego, cuando la mama siguió mezclando la carne molida con la migas de pan, C caminó hacia donde debía. Cerró la puerta sin hace ruido, se sentó sobre el váter y sacó de su mochila una revista, y ahí se quedó una hora con la seguridad de que era preferible quedarse loco a dejar de amar a Laura Branigan.