lunes, 9 de julio de 2007

El frío de las montañas da paso a un calor pegajoso que entra por las ventanas, a pesar de los más de 100 kilómetros a los que desciende. Un aroma a cacao y guineo le llena la cara. Atrás han quedado las curvas de la carretera. Ahora marcha en línea recta, con solo el horizonte como límite. Cuando llega a la playa, se saca los zapatos y las medias, y deja que el agua le acaricie los dedos de los pies. Es seguro que no se matará. Eso se puede comprobar a simple vista. Las agonías, los deseos suicidas y todas la dolencias parecen haber desaparecido, como si hubiesen sido solo un hechizo. En su fondo de su cerebro, sin embargo, un punto negro se mantiene. Se sienta. Piensa, El cuerpo es un territorio imperfecto, qué diablos, y su geografía requiere de declives y protuberancias, yo tengo una, enclavada en alguna parte, que tarde o temprano aparecerá. Camina por la playa. Toma un cuarto en un hotel de lujo. Se dedica, los siguientes diez días, a beberse todo el bar, y a reventar su tarjeta de crédito. Son jornadas de dicha, de una alegría desbordante, apenas posibles de ser registradas. Un encuentro febril con los espíritus que pueblan su memoria. Voces, rostros, eventos se superponen en su cabeza. C los deja estar, sin miedo, sin remordimientos. Erección tras erección, parece haber dejado de lado su apatía sexual. Su cuerpo renace a los estímulos. Y en su mente las orgías proliferan, hasta habitar en mundo paralelo, un Decamerón de sal. Ahí, encerrado en una habitación con vista al mar. Fervoroso y alucinado, C contiene la respiración bajo el agua de la piscina, y mira anémonas, caballitos de mar, estrellas marinas, tiburones, mantarrayas y atunes como si estuviese detrás del inmenso cristal de un acuario. No comía nada, solo agua y pedazos de pan. A veces, un dolor agudo le atravesaba la barriga, y le quitaba la respiración, pero lograba controlarlo. Hablaba con el mesero, el cantinero, la chica que limpiaba el cuarto, los pescadores, las vendedoras de conchas, los heladeros, los artesanos, los rastas, una niña que le preguntó si se iba a dejar para siempre la barba larga, un perro que le recordó a él mismo cuando era Tombuctú, los cangrejos, las gaviotas, las piedras, la basura, con el mar, a este le confesaba cosas, pero sobre todo hablaba consigo mismo, en un ir y venir de monólogos, decía, En la tumba 2666 se pueden encontrar una viejas películas de 16 mm, en las que están todas las fiestas familiares, bueno si no todas al menos la mayoría, sobre todo las infantiles, esas que tenían gorritos, piñatas y un payaso contratado, en esas que te das vergüenza y te preguntas cómo, tus padres, pudieron haberte vestido así. También hay algunos casetes de vhs que contienen las entrevistas que se hicieron a personajes que entraban en la madriguera: se los sentaba en el suelo, con una pared blanca como fondo, se ponía la cámara en primer plano y se les pedía que hablasen, simplemente eso: decir cualquier cosa. Algunos se acoplaban de lo más bien, pero otros parecían morir. Para llegar tienes que atravesar las primeras paredes del parque, lo haces así nomás, como si fueses un fantasma, usando un método, una serie de pasos calculados al detalle, pero dejando, desde luego, que la improvisación haga lo suyo. Debes seguir por el mismo sendero del bosque, porque si tomas atajos lo más probable es que te encuentres con asaltantes del medioevo, seres que se quedaron ahí para siempre, sin que la muerte se tomara la molestia de buscar entre los nudos profundos, y que te maten sin contemplación. Alguien me dijo que era posible, aunque yo lo pongo en tela de duda, encontrarse con Caperucita roja, Pulgarcito, seis enanos vagabundos, porque el tontín terminó por casarse con a tal Blancanieves, y dicen que le tiene sodomizada, los Pitufos, que son los duros del bosque porque tienen el control de todo el mercado de estupefacientes, algún gigante que duerme plácidamente junto a un travestido dragón, brujas, que realmente no son tales sino mujeres que conocen los secretos de las hierbas como mi bisabuela, una señora muy creyente, llena de fe, que rezaba todas las noches, iba a misa, pero que tenía una capacidad deslumbrante para diagnosticar enfermedades, y hasta a mi madre le curó de sus dolencias del hígado solo con darle todas las mañanas gotitas de alcachofa, a la que exprimía con una piedra redonda, y nadie podría decir jamás que mi bisabuela era un bruja. Pero si del cielo te caen lanzas de fuego es porque algo has hecho mal y tienes que volver a comenzar, una vez más, y como tienes tres vidas no hay problema. Pero si a la tercera no encuentras la manera se salir del bosque sin dejarte atrapar o sin poder esquivas los designios divinos, entonces salado, game over. Y no te quedará más que recordar a Bukowsky: los muertos no necesitan aspirinas o penas, supongo, pero parece que necesitan de lluvia. Ya no podrás descubrir todas las caras que se avecina en los sueños, que viene hacia ti, en un traveling in, que enloquece, porque te da miedo, y no sabes cómo largarte de ahí, aunque estás seguro que tarde o temprano tendrás que despertar de esa pesadilla, pero cuando despiertas estás en otro lado, en un auto que se desplaza solo, a toda velocidad, por una carretera que parece dirigirse al cielo, y sabes que al final no habrá más que un abismo, y mientras más avanza el auto, más seguro estás de que te llega la hora final, pero cuando estás a punto de llegar, de enfrentarte a la muerte, inhalas el aire a todo pulmón y te vuelves a despertar, con la seguridad de que un segundo más, y no habrías podido despertar. Entonces te das cuenta que estás cerca de la caja que contiene las películas y los casetes, y no sabes no cómo has llegado ni cómo hacer para verlos. Y te alegras de estar vivo, de que una constatación como esa, tan pueril, te haga saberte el hombre más dichoso del planeta, y te tocas el cuerpo para saber que has regresado completo, y hasta tienes ganas de reírte, pero te contienes, aprietas tus manos contra el pecho para retener esa alegría que ahora se convierte en una bola amarga atrapada en la garganta. Y así habría seguido a no ser porque cambiaron las cosas. Pasó así: C estaba frente al mar. Tenía una botella de cerveza en una mano y un cigarrillo a medio terminar en la otra. El pelo le caía sobre la frente. Los hombros y la espalda mostraban ampollas producto de las quemaduras solares. Una mujer vieja apareció en su campo de visión. C la miró en su andar lento. Vestía de negro. Se había quitado los zapatos y los tenía en una de sus manos. El cabello plateado. Estaba entre C y el mar, a no más de veinte metros, pero parecía no prestar atención más que a su propio caminar. Miraba las huellas que sus pies dejaban en la arena. Así debió seguir hasta el final de la playa, pero C ya no la vio. Se levantó abruptamente. Regresó al hotel, tomó su maleta. Pagó en la recepción, y encendió el motor del Mercury. Y llegó a Quito, y decidió dejar su trabajo, su vida, y vendió todo, y se encerró en un viejo cuartucho del centro histórico. Dijo, O sea que tengo que inventarme un país, una ciudad y, quizás lo mejor de todo, tengo que inventarme a mí mi mismo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo malo es que todos sabemos ya los finales de los cuentos de hadas. Y lo posiblemente original ya Shrek lo hizo, anda tío déja de martirizar al pobre desgraciado que ni nombre tiene y matalo de una buena vez.

Mariuxy dijo...

Aún no es hora de morir... todo a su tiempo; creo que el Señor C aún tiene cosas que contarnos, no puedo quedarme con la duda, quiero saber si su libro se escribe o no?

Ah! otra fallita a corregir "y no sabes no cómo has llegado ni cómo hacer para verlos"