lunes, 2 de julio de 2007

La mañana siguiente llegó como una fantasma. Una suma de vapores que se confundían con el sol, los carros agolpados en la esquina, el sonido de los aviones que estrujaban las ventanas. C se despertó. Prendió la cafetera. Quería romper a como diera lugar ese chuchaqui seco, con esa patada china que se apretaba en sus ojos, con ese dolor punzante encaramado en la espalda y cuello. Sorbió el café. Prendió un cigarrillo y tomó dos tabletas para el colesterol y una para el ácido úrico. Sacó dos huevos del refrigerador y los puso en un vaso de cristal. Los restos de cerveza se mezclaron a toda madre en la licuadora con los huevos. Prendió la radio, la televisión, se puso un walkman y dijo, ¡Tres mil veces mierda! Eran las nueve de la mañana. El ruido de la calle aumentó. Apagó el segundo cigarrillo. Regresó a tomar las sobras del café cargado. Y ahí, en medio de la cocina, se descubrió más ridículo que nunca, con una camiseta raída y los calzoncillos sucios. El pelo largo y desbaratado. Una barrita colgando y las piernas flacas, de pajarito raquítico. La barba surgiendo a salto de mata. Y recordó la noche anterior ¿Cuántas noches eran realmente las que había pasado? ¿Una, dos, diez? Ese vértigo regresó débil, con los arrestos de un perro callejero. Y era, más bien, una versión que lo que había vivido. Esa sensación golpeó la cabeza con fuerza. Un poste de luz que cae encima. Un batazo. Un quiño. Un golpe de aire. Y se dio cuenta, sobre los azulejos celestes y desgastados, con un rumor inmenso que parecía querer entrar por las ventanas, que ya nunca más volvería a ver esa luz, esa luciérnaga, ese maravilloso segundo en que se juntaron todos los pedazos de la vida, todos los tiempos, todas las imágenes, que ya nada podría ser igual. Caminó, con el mundo sobre sus espaldas, hasta el baño. Abrió el agua de la ducha y se metió, deseando ahogarse. Pero no lo hizo. En vez de eso tomó una pantaloneta y unas chancletas y las metió, junto con una toalla y un frasco de protector solar, en una maleta. Pasó por una gasolinera y cargó de gasolina su mercuy, y se fue a la playa. Quizás la brisa del mar podría despejar su cabeza maltrecha. O, si era el caso, encontrar el suficiente coraje para entrar al mar, y solucionar, de una buena vez, todos sus problemas. Abandonar las palabras, aquellas que le destruyen, que se vuelven un tumor, imposible de extirpar, y pensó en el comandante Padilla, y en los sufrimientos espantosos que padeció mientras luchaba contra su cáncer estomacal, y le dolió el colón, y por unos segundos lo volvió a mirar en una de las camas del hospital del Seguro Social, con los ojos llenos de vida y la sombra de la muerte que le devoraba las entrañas. C está conciente de su fracaso, de la batalla que acaba de perder. Pero no sufre, al menos así se convence, sus parámetros del bien y el mal se han desvanecido. No le importa huir, dejar de lado su trabajo sin avisar a nadie. Aplasta el acelerador y el motor ruge. Ha decidido, sin todavía saberlo del todo, matar su presente. Es dueño de su destino, ser omnipotente, que vive en los sueños, en las fantasías, en las alucinaciones. Toma otro bocado de vodka y enciende otro cigarrillo. Visto así parece haber adquirido un carácter místico. Se desconecta del tiempo.

2 comentarios:

León Sierra dijo...

Me sorprende esa capacidad del individuo para autodestruirse.
¿No es un poco pelotudo?
¿No se sabe demasiado pelotudo?
Igual ese es el drama del man ¿no?
Pobre pana.

Anónimo dijo...

De acuerdo con León, este pobre individuo es movido por la desdicha y el "libre albedrío de ser un poco maricón" supongo que no termina de hacer nada de lo que se propone, ni se mata con alcohol, ni se ahoga, ni se dispara, ni sube, ni baja... póbre pana, tan lineal y aburrido, hay que ponerle un poco de chispa a su vida. Solo se alimenta de las glorias y desdichas del pasado.