domingo, 24 de junio de 2007

Salió a comprar el periódico como habitualmente lo hacía. Pero mientras regresaba a su departamento le llegó un dolor intenso de cabeza y náuseas. Se inclinó sobre la acera y vomitó, vomitó como nunca lo había hecho. Pocas personas caminaban a esa hora, pero ninguna reparó en el infortunado que moría en cada arcada. Sudaba frío, las manos y las piernas le temblaban, pero logró incorporarse y empezó a caminar. El viento le despejó un poco. Prendió un cigarrillo y continuó el trayecto con un cosquilleo que se diseminaba por la espalda, las caderas y terminaba en el ano. Llegó a su departamento y prendió su lapto. Contrariamente a tantas ocasiones la pantalla en blanco no le asustaba. Ya no sentía acorralado, como un cuy. Tenía, por el contrario, seguridad infinita de encontrar el momento, el instante justo en que de la vaporosa realidad tenía, no había vueltas que dar, tenía que surgir la primera palabra. El inicio a la concreción, a la totalidad. Estaba seguro, ahora trato de entender que así era, de dar el primer paso, un breve pero inconmensurable paso para la humanidad. Ningún registro de hecho histórico anterior podría tener parangón. Ni el primer, inocente y desesperado, hombre que descubre el fuego. Ni la denominación de las cosas, los seres, los misterios. Ni la primera oración a la noche. Ni el descubrimiento del sexo, el amor, el poder. Dijo, Me llegó. Y parecía cierto pues en C, profesor universitario del tercer mundo, atrapado entre las montañas y la desolación, se concentraban todas las energías del universo, se posaban una sobre otra, se armaban como una bomba, para que de ahí, sin esfuerzo ni concentración, pudiese salir, como tantas y tan pocas a veces a lo largo de la historia de nuestra humanidad, la voz de Dios. Cerró los ojos un segundo, un instante maravilloso, de plenitud, de paz. Tomó aire, los pulmones se llenaron. Alzó las manos. Se sentía portador de una idea universal, de una fuerza que lo superaba todo, que lo inundaba de amor, de dicha. Ahí, en ese segundo C creyó comprender, que la felicidad no era un concepto, una aspiración pueril. Y así, con el corazón entregado a la mente, estiró la mano derecha hacia la primera letra. Una, que no sabía cuál sería, pero que suponía la iniciación, el camino que empezaba a abrirse. La luz que anegaba la oscuridad de la tierra. Una, que podía ser cualquiera, que impulsaba la maquinaria perfecta del lenguaje, y así, el movimiento de la sangre, de la condición humana. Una letra que accedía al signo, al misterio, al desciframiento. Esa primera letra que era origen y final de todo. Primer día de la creación. Memoria acumulada. Abrió los ojos, dejó que la totalidad operase a través suyo, se dejó llevar, débil criatura, maravillada por el encuentro. Se hallaba en un estado de posesión. Su mano se acercó al teclado, que era el manantial primario, el agua del que bebería la sombra, el mito y la conciencia. Ahí mismo, entre las montañas y el mar. Entre el cielo, el suelo, la soledad. Cercano al pasado. A las fotografías que le sumaban, que le hacían un cifra, un código. Con todos los ríos del mundo y los valles y las cuevas y los murciélagos y los atardeceres y el nacimiento de una criatura y las lágrimas de gozo, los primeros brindis y los bailes las hogueras y las disputas. Luego un tigre, un ciego, un payaso. Una bicicleta y la lánguida figura de la tristeza. Y la historia, la miseria, y los ojos de su madre y su risa brillante y su palabra sanadora, y el agua, el manantial que escondía. Así, hasta que el impulso se hizo mineral, volcánico. Y su mano se dejó llevar y se posó sobre una de las teclas, y todo se volvió nube, vapor, roca, hasta que, como casi siempre ocurre, se fue la luz, una vez más como en estos últimos meses de escasez energética. Y se quedó en silencio, petrificado. Pero debía haber gritado, ¡Que mierda de país! Y luego reaccionó y trató de encender de nuevo el computador, como si solo su desesperación pudiese traer la carga necesaria para que funcionase la vieja batería, pero era ya demasiado tarde. Una vez más la burocracia estatal, y su ineficacia para prever planes de contingencia en época de sequía era, era la culpable de todo. Debió haber gritado otra vez, ¡Maldita luz!, varias veces, y patear los muebles de la sala. Era conciente del instante que había vivido. Un segundo maravilloso, de dicha, de convicción. Ahora solo quedaba la estela de una emoción que se desvanece como la neblina. Y todo se disipó como si nada, sin dejar rastro, y ya nunca más apareció, y se quedó dormido, y despertó con ese aburrimiento que, como todos los días de su vida, le agarraba de los pelos, le estrujaba, y le lanzaba contra el mundo, contra las levedades de su vida, y las miserias de una angustia creciente.

lunes, 11 de junio de 2007

C era conciente que su cabeza le jugaba pasadas, le ponía trampas, para dilatar su verdadero proyecto literario, y él se dejaba caer en esos artilugios porque en el fondo le aterraba la idea de empezar a escribir, sobre todo le volvía loco la posibilidad de entrar de lleno en lo que había sido, hasta ese entonces, el único pretexto para vivir. De tanto esperar a que llegara ese día, C terminó acostumbrándose a la espera. Es más, no podía concebir un día sin entrar en ese estado de ya pronto será, que le propinaba nuevas energías. Dejar pasar un día, una semana o un mes era como beber cantidades industriales de energizantes, de pastillas de éxtasis que le mantenían lúcido. Pero sabía que tarde o temprano tendría que dejar de aceptar el engaño en el que vivía. Estos pensamientos suponían nuevas torturas y angustias que le afectaban el cuello y la espalda. Toda su tensión, el río que creía retener en sus entrañas, se acumulaba en los centros nerviosos y musculares. Tan así que cualquiera que pueda recordarlo hasta hace algunos meses, tendría que aceptar que parecía un cargador de mercado, uno de esos seres de la neblina que se despiertan a las cuatro de la mañana, toman café aguado, y salen a ponerse a la espalda quintales de papa, arroz, harina, carne, que nunca comerán, para obtener unos cuantos miserables billetes que gastarán en pagar el cuarto de porquería donde viven, comer papas con cuero, y beber hasta las últimas gotas de un hervido, preparado con restos de cerveza, ron y puntas, que les hará transportarse a otro territorio, donde solo existe el pasillo y los recuerdos de una tierra de la que salieron para nunca más volver. Entonces llegó una semana, regular y aburrida, pero que supondría el cambio definitivo Un lunes despejado, con el cielo azul, y el sol cayendo a raja tabla. Dos minutos de silencio. La mente en blanco y luego una sensación ligera de vértigo. Un martes como el día anterior, cinco, quizás diez minutos rodeado de una espesa cortina blanca. Un mareo que aumentaba. El miércoles con brotes de una lluvia pasajera, y treinta minutos de desdoblamiento, como si C no estuviese dentro de su cuerpo, distante de sí, pero conciente de mirarse. Jueves una hora completa, con cada uno de sus minutos y sus segundos abandonado a una realidad circundante que no era la habitual, y unas náuseas incontrolables que lo llevaron al baño. Y siempre en medio de las clases. Era como si de las paredes saliese una mano gigante que le cubría los ojos, la nariz, la boca, hasta desmayarlo. Algunos alumnos le dejaban estar así, porque les daba lástima. Había en ellos un dejo de burla contenida, un deseo de que C terminase por volverse loco delante de ellos, aunque la mayoría lo consideraban ya como tal, una especie de animal enjaulado, cuya mirada podría intimidar, y llegar hasta generar terror, pero que, en muchas otras ocasiones, daba pena, eran tan similar a la de un perro apresado. Un animal feroz capturado, apaleado y muerto de hambre. Otros alumnos, casi siempre alguna alumna que lo había conocido semestres atrás, y que le guardaba algún grado de simpatía, le llama la atención, con disimulo, como si quisiese lograr que C pueda retornar a la realidad, sin que esto supongo un trauma, un encuentro violento con el mundo concreto. Otras, como Loló, que habían conocido sus niveles de vileza, le despreciaban cuando ahí, en medio de la clase, empezaba a babear, y los ojos se le desorbitaban. Pero C no sufría ataques de epilepsia. Era como si su cuerpo estuviese viviendo algún tipo de metamorfosis, un cambio de piel como lo hacen las serpientes, pero que le salía desde adentro, más parecido a Alien, a un ser que le empezaba a crecer en las entrañas, y que daba sus primeras pataditas. Era un sensación de embarazo que, luego de lo primeros síntomas, como babear y reír como idiota, daban paso a una sensación de llenura, acompañada de calor, y de nauseas permanentes. Una semana de hambre de marino, en la que comió grandes cantidades de mariscos, y tomó litros de cerveza fría. Los dolores de cabeza también empezaron a prolongarse. Ya no bastaban dos aspirinas en las mañanas, y debió tomar una nueva dosis cada seis horas. Luego recordó a Perry y siguió su receta diaria, y acompañó a las aspirinas con coca cola. Esta mezcla le daba cierta tranquilidad. Vinieron luego los puchos de marihuana. Pero C no lograba encontrar el equilibro. Su cuerpo no dejaba de mandarle señales de cambio, y llegó a pensar que así debía sentirse una adolescente cuando le llega la primera menstruación y sus senos empiezan a crecer. Al principio no creyó que ese estado fuese permanente. Pero, poco a poco, la posibilidad de regresar a su estado anterior empezó a parecerle una quimera, un sueño, como ganar la lotería nacional. C nunca había creído en ese tipo de suerte. Aunque tampoco era de los que pensaba que la suerte se la buscaba uno mismo. Estaba claro que la vida no era el resultado solo de la persistencia. Se necesitaba de otras variables convergentes. Casi todas vinculadas a la tradición. A los resguardos que le daban una familia con presencia social, pues eso suponía ya un nivel de garantía del futuro. De no haber ese antecedente se requería compensarlo con nuevas relaciones, todas adquiridas en colegios privados, universidades de prestigio o círculos intelectuales. Pero C no tuvo nada esto. Sabía perfectamente cuál era su lugar en el orden social. Por ello, muchas veces a escondidas, terminaba comprando la lotería con la ligera esperanza de obtener el gordo. Aunque nunca preguntaba por los resultados. Una semana larga, en la que las cosas parecieron precipitarse. Entonces, llegó el domingo…