lunes, 11 de junio de 2007

C era conciente que su cabeza le jugaba pasadas, le ponía trampas, para dilatar su verdadero proyecto literario, y él se dejaba caer en esos artilugios porque en el fondo le aterraba la idea de empezar a escribir, sobre todo le volvía loco la posibilidad de entrar de lleno en lo que había sido, hasta ese entonces, el único pretexto para vivir. De tanto esperar a que llegara ese día, C terminó acostumbrándose a la espera. Es más, no podía concebir un día sin entrar en ese estado de ya pronto será, que le propinaba nuevas energías. Dejar pasar un día, una semana o un mes era como beber cantidades industriales de energizantes, de pastillas de éxtasis que le mantenían lúcido. Pero sabía que tarde o temprano tendría que dejar de aceptar el engaño en el que vivía. Estos pensamientos suponían nuevas torturas y angustias que le afectaban el cuello y la espalda. Toda su tensión, el río que creía retener en sus entrañas, se acumulaba en los centros nerviosos y musculares. Tan así que cualquiera que pueda recordarlo hasta hace algunos meses, tendría que aceptar que parecía un cargador de mercado, uno de esos seres de la neblina que se despiertan a las cuatro de la mañana, toman café aguado, y salen a ponerse a la espalda quintales de papa, arroz, harina, carne, que nunca comerán, para obtener unos cuantos miserables billetes que gastarán en pagar el cuarto de porquería donde viven, comer papas con cuero, y beber hasta las últimas gotas de un hervido, preparado con restos de cerveza, ron y puntas, que les hará transportarse a otro territorio, donde solo existe el pasillo y los recuerdos de una tierra de la que salieron para nunca más volver. Entonces llegó una semana, regular y aburrida, pero que supondría el cambio definitivo Un lunes despejado, con el cielo azul, y el sol cayendo a raja tabla. Dos minutos de silencio. La mente en blanco y luego una sensación ligera de vértigo. Un martes como el día anterior, cinco, quizás diez minutos rodeado de una espesa cortina blanca. Un mareo que aumentaba. El miércoles con brotes de una lluvia pasajera, y treinta minutos de desdoblamiento, como si C no estuviese dentro de su cuerpo, distante de sí, pero conciente de mirarse. Jueves una hora completa, con cada uno de sus minutos y sus segundos abandonado a una realidad circundante que no era la habitual, y unas náuseas incontrolables que lo llevaron al baño. Y siempre en medio de las clases. Era como si de las paredes saliese una mano gigante que le cubría los ojos, la nariz, la boca, hasta desmayarlo. Algunos alumnos le dejaban estar así, porque les daba lástima. Había en ellos un dejo de burla contenida, un deseo de que C terminase por volverse loco delante de ellos, aunque la mayoría lo consideraban ya como tal, una especie de animal enjaulado, cuya mirada podría intimidar, y llegar hasta generar terror, pero que, en muchas otras ocasiones, daba pena, eran tan similar a la de un perro apresado. Un animal feroz capturado, apaleado y muerto de hambre. Otros alumnos, casi siempre alguna alumna que lo había conocido semestres atrás, y que le guardaba algún grado de simpatía, le llama la atención, con disimulo, como si quisiese lograr que C pueda retornar a la realidad, sin que esto supongo un trauma, un encuentro violento con el mundo concreto. Otras, como Loló, que habían conocido sus niveles de vileza, le despreciaban cuando ahí, en medio de la clase, empezaba a babear, y los ojos se le desorbitaban. Pero C no sufría ataques de epilepsia. Era como si su cuerpo estuviese viviendo algún tipo de metamorfosis, un cambio de piel como lo hacen las serpientes, pero que le salía desde adentro, más parecido a Alien, a un ser que le empezaba a crecer en las entrañas, y que daba sus primeras pataditas. Era un sensación de embarazo que, luego de lo primeros síntomas, como babear y reír como idiota, daban paso a una sensación de llenura, acompañada de calor, y de nauseas permanentes. Una semana de hambre de marino, en la que comió grandes cantidades de mariscos, y tomó litros de cerveza fría. Los dolores de cabeza también empezaron a prolongarse. Ya no bastaban dos aspirinas en las mañanas, y debió tomar una nueva dosis cada seis horas. Luego recordó a Perry y siguió su receta diaria, y acompañó a las aspirinas con coca cola. Esta mezcla le daba cierta tranquilidad. Vinieron luego los puchos de marihuana. Pero C no lograba encontrar el equilibro. Su cuerpo no dejaba de mandarle señales de cambio, y llegó a pensar que así debía sentirse una adolescente cuando le llega la primera menstruación y sus senos empiezan a crecer. Al principio no creyó que ese estado fuese permanente. Pero, poco a poco, la posibilidad de regresar a su estado anterior empezó a parecerle una quimera, un sueño, como ganar la lotería nacional. C nunca había creído en ese tipo de suerte. Aunque tampoco era de los que pensaba que la suerte se la buscaba uno mismo. Estaba claro que la vida no era el resultado solo de la persistencia. Se necesitaba de otras variables convergentes. Casi todas vinculadas a la tradición. A los resguardos que le daban una familia con presencia social, pues eso suponía ya un nivel de garantía del futuro. De no haber ese antecedente se requería compensarlo con nuevas relaciones, todas adquiridas en colegios privados, universidades de prestigio o círculos intelectuales. Pero C no tuvo nada esto. Sabía perfectamente cuál era su lugar en el orden social. Por ello, muchas veces a escondidas, terminaba comprando la lotería con la ligera esperanza de obtener el gordo. Aunque nunca preguntaba por los resultados. Una semana larga, en la que las cosas parecieron precipitarse. Entonces, llegó el domingo…

1 comentario:

Priscila dijo...

Hay secretas ceremonias que se impregnan sin permiso en nuestros días, leer a C es una de ellas, es cierto que en la suerte convergen una serie de factores, en C convergen el amor y el odio y su suerte proviene talvez de esa gran habilidad de ironizar el mundo...y la gente...