lunes, 30 de julio de 2007

Miércoles. Decide caminar. Tomar una calle, la primera en la que descubre una mujer que le llame la atención. Y la sigue, a diez o quince metros. Se detiene cuando ella lo hace frente a los escaparates. La espera cuando entra a un local de fotos. Y la sigue. Ella habla por su teléfono celular. Y ríe, y cuando lo hace arquea su espalda, el cuello se alza. C cree que ríe pero no es cierto. Ella hace una mueca. El pelo la cae sobre la espalda. Continúa caminando. Entra en una cafetería. Prende un cigarrillo. Pide un capuchino. El humo sube hasta el techo, ahí se vuelve una mariposa y desaparece. Llega un hombre. Viste un terno negro, una camisa blanca y una corbata de seda rosada. C mira sus zapatos. Están pulcros, lustrados. Toma un cigarrillo de ella. Pide una cerveza. Hablan. Ella habla. El escucha. Lucen tensos. Ella le reclama con la mirada. Mueve las manos. El la mira. No dice nada. Luego ella calla. El habla. Ella quiere interrumpir, pero él no la deja. Continúa a hablar. Parece decidido. Ella le toma la mano. El se suelta. Ella lo mira. El no quiere saber nada. Llama al mesero y pide la cuenta. Ella busca algo en la cartera. El mira hacia la ventana. Ella saca un sobre y se lo da. El abre, y sus ojos se vuelven inmensos. Le reclama. Ella ahora sí sonríe. El se levanta, y bota la botella. Se va. Ella le sigue con la mirada. Luego, un segundo de silencio. Mira hacia la taza vacía. Y levanta la mirada. Ahí se encuentra con la de C. Un grupo numeroso de jóvenes entra en la cafetería. Hablan alto y ríe. Cuando se sientan ella quiere encontrar la mirada de ese extraño, pero C ya está doblando la esquina.

sábado, 14 de julio de 2007

C tenía las manos entrelazadas detrás de su cabeza. Estaba acostado y miraba los estucos de la casa vieja donde vivía. Los libros que había salvado de la feria de pulgas estaban dispersos por todos lados. La poca ropa que tomó estaba amontona sobre dos sillas de mimbre. Sobre una mesa redonda estaba la computadora. El destello iluminaba toda la habitación. Había en el ambiente olor a tabaco y café. En la cocina se podían encontrar restos de arroz y una lata de atún. Se desperezó. Tomó un poco de café y sentó a escribir. Recordó los momentos vividos en la playa. Es intenso segundo en que todo pareció tomar sentido. Lo que C había querido siempre era escribir, eso ya es sabido, pero quería encontrarse con la obra total, aunque esto no dejase de parecerlo un poco ridículo, y sentirse una especia de Carlos Argentino, trasnochado y atrapado entre las montañas de los Andes. Durante mucho tiempo sus pensamientos se dirigieron a encontrar excusas para no decidirse a empezar su proyecto, y cuando parecía haber encontrado la fuente inicial de donde beber, la vida, y las contingencias de la realidad, le había quitado la posibilidad. Cuando se fue la luz, y se apagó su computadora, C parecía haber llegado al último punto de un rumbo, y solo le quedaba morir. A eso fue, conciente o no, pero en la playa la mujer y sus huellas en la arena habían aclarado, como un trueno en medio de la noche, los pasos que debía tomar. Si, en aquella singular mañana de domingo, había logrado llegar a ese preciso punto del espacio-tiempo, era posible regresar otra vez a esa convergencia. Se trataba solamente de crear las condiciones que existían en ese domingo. Pero en su interior, esa voz estúpida de la conciencia, o del sentido común, le decía que eso era imposible. Vanos habían sido los intentos de reproducir la vida en laboratorios con abundante tecnología de punta: suponer, seleccionar, mezclar, activar. Al final de la experiencia quedaba solamente una masa verdosa que se asemejaba a un pedazo de plastilina botada por un niño. Sin embargo, su tozudez le llevaba a replantearse el problema, decía, Un instante como el mío puede ser recuperado manipulando las condiciones de la naturaleza, de la materia que depende de mis decisiones. C era escrupuloso cuando de planificar se trataba. Creía que para lograr un regreso a ese punto maravilloso de partida, era necesario repetir, duplicar, clonar las mismas acciones que había realizado la mañana de ese domingo. De la misma manera que se engaña a una esposa repitiendo la rutina, sin que se percate de las pequeñas suturas que esconden el adulterio, se podía tomar el pelo al dios cronos. Y empezó a escribir listas. Debía cumplir cerca de cuarenta acciones. Alzar el brazo, estirarlo, tomar la manija de la puerta, accionarla hacia la derecha, caminar uno, dos, tres, cuatro. Aplastar el botón del ascensor. Mirar al suelo, dejar que salga algún gas atrapado en sus intestinos. Respirar el aire del domingo. Doblar la rodilla derecha y luego la izquierda para agarrar una tarjeta roja que está en el suelo. Mirar la tarjeta por los dos lados, y comprobar que es de un bar de masajes que queda a dos cuadras de su edificio. Y luego un, dos, tres, cuatro pasos, siempre acompasados como lo hizo aquella vez, percibiendo los aromas a cerveza, marihuana y sexo impregnados en las paredes del barrio. Alzar la cabeza, mirar las nubes, la estela que deja un avión. Dijo, ¿es más importante el asesinato, o los pasos preliminares? C pensaba que sería mejor concentrare son en las acciones esenciales. Pero cada vez que quería eliminar un movimiento, que le parecía innecesario, se daba cuanta que este producía un hueco, un cortocircuito en la cadena de las acciones. Por un momento se desespera, cree que todo está perdido, pero disimula, porque sabe que la tarea que se ha impuesto es descomunal, imposible, conllevaba la destrucción de todo lo anterior y al mismo tiempo la creación de lo mismo, de lo idéntico, de lo que por principio ontológico es imposible de lograr. Pero está habituado a sufrir esas dudas inmensas que, como piedras gigantes, parecen caerle de todos lados. Así pasan los días, a la espera de que llegue el domingo para que, como el otro, sea reproducido tal cual. C tiene más de 100 acciones, desde que despierta, sale a caminar y regresa a sentarse frente a su computadora. Está seguro, con esa convicción que se tiene cuando ya nada importa, que la luz no se volverá a ir, que el domingo, como el primer día sobre la tierra, todo estará por hacerse. Cada día la ansiedad aumenta. La espera le carcome. Los minutos parecen detenerse. Ha puesto en cada esquina de su departamento relojes, como si el número pudiese aumentar la velocidad. Pero se vuelven una tortura. C los junta todos y los mete en una caja.
Martes. Y nada sucede. La ciudad se evapora frente a sus narices. El granizo se acumula en los bordes de las aceras, sobre los parabrisas. La gente camina debajo de paraguas, son pocos. Le llega la imagen de Lisboa, las estrechas calles de Barrio Alto y la guerra de paraguas con que deben enfrentarse los transeúntes. Así es en otoño, con un viento que viene del río Tajo. El río nos atraviesa a todos. El Sena, el Támesis, el Amazonas, el Arno, el de la Plata, el Rimac, el Machángara, el Guayas, o el Tomebamba porque en el río está el caudal de lo que se nos va. C piensa, Vivir cerca del río da estatus. Es como tener un pedazo de la naturaleza, quizás el único dentro del cemento, cerca de las manos, pero sin llegar a tocarlo. El río nunca está quieto. En eso nos parecemos. Porque, aunque postrado en la cama, como Sanpedro, el espíritu siempre vaga, atraviesa las ventanas y vuela hasta el mar, o hasta la muerte, que es otra forma de ser libre.

lunes, 9 de julio de 2007

El frío de las montañas da paso a un calor pegajoso que entra por las ventanas, a pesar de los más de 100 kilómetros a los que desciende. Un aroma a cacao y guineo le llena la cara. Atrás han quedado las curvas de la carretera. Ahora marcha en línea recta, con solo el horizonte como límite. Cuando llega a la playa, se saca los zapatos y las medias, y deja que el agua le acaricie los dedos de los pies. Es seguro que no se matará. Eso se puede comprobar a simple vista. Las agonías, los deseos suicidas y todas la dolencias parecen haber desaparecido, como si hubiesen sido solo un hechizo. En su fondo de su cerebro, sin embargo, un punto negro se mantiene. Se sienta. Piensa, El cuerpo es un territorio imperfecto, qué diablos, y su geografía requiere de declives y protuberancias, yo tengo una, enclavada en alguna parte, que tarde o temprano aparecerá. Camina por la playa. Toma un cuarto en un hotel de lujo. Se dedica, los siguientes diez días, a beberse todo el bar, y a reventar su tarjeta de crédito. Son jornadas de dicha, de una alegría desbordante, apenas posibles de ser registradas. Un encuentro febril con los espíritus que pueblan su memoria. Voces, rostros, eventos se superponen en su cabeza. C los deja estar, sin miedo, sin remordimientos. Erección tras erección, parece haber dejado de lado su apatía sexual. Su cuerpo renace a los estímulos. Y en su mente las orgías proliferan, hasta habitar en mundo paralelo, un Decamerón de sal. Ahí, encerrado en una habitación con vista al mar. Fervoroso y alucinado, C contiene la respiración bajo el agua de la piscina, y mira anémonas, caballitos de mar, estrellas marinas, tiburones, mantarrayas y atunes como si estuviese detrás del inmenso cristal de un acuario. No comía nada, solo agua y pedazos de pan. A veces, un dolor agudo le atravesaba la barriga, y le quitaba la respiración, pero lograba controlarlo. Hablaba con el mesero, el cantinero, la chica que limpiaba el cuarto, los pescadores, las vendedoras de conchas, los heladeros, los artesanos, los rastas, una niña que le preguntó si se iba a dejar para siempre la barba larga, un perro que le recordó a él mismo cuando era Tombuctú, los cangrejos, las gaviotas, las piedras, la basura, con el mar, a este le confesaba cosas, pero sobre todo hablaba consigo mismo, en un ir y venir de monólogos, decía, En la tumba 2666 se pueden encontrar una viejas películas de 16 mm, en las que están todas las fiestas familiares, bueno si no todas al menos la mayoría, sobre todo las infantiles, esas que tenían gorritos, piñatas y un payaso contratado, en esas que te das vergüenza y te preguntas cómo, tus padres, pudieron haberte vestido así. También hay algunos casetes de vhs que contienen las entrevistas que se hicieron a personajes que entraban en la madriguera: se los sentaba en el suelo, con una pared blanca como fondo, se ponía la cámara en primer plano y se les pedía que hablasen, simplemente eso: decir cualquier cosa. Algunos se acoplaban de lo más bien, pero otros parecían morir. Para llegar tienes que atravesar las primeras paredes del parque, lo haces así nomás, como si fueses un fantasma, usando un método, una serie de pasos calculados al detalle, pero dejando, desde luego, que la improvisación haga lo suyo. Debes seguir por el mismo sendero del bosque, porque si tomas atajos lo más probable es que te encuentres con asaltantes del medioevo, seres que se quedaron ahí para siempre, sin que la muerte se tomara la molestia de buscar entre los nudos profundos, y que te maten sin contemplación. Alguien me dijo que era posible, aunque yo lo pongo en tela de duda, encontrarse con Caperucita roja, Pulgarcito, seis enanos vagabundos, porque el tontín terminó por casarse con a tal Blancanieves, y dicen que le tiene sodomizada, los Pitufos, que son los duros del bosque porque tienen el control de todo el mercado de estupefacientes, algún gigante que duerme plácidamente junto a un travestido dragón, brujas, que realmente no son tales sino mujeres que conocen los secretos de las hierbas como mi bisabuela, una señora muy creyente, llena de fe, que rezaba todas las noches, iba a misa, pero que tenía una capacidad deslumbrante para diagnosticar enfermedades, y hasta a mi madre le curó de sus dolencias del hígado solo con darle todas las mañanas gotitas de alcachofa, a la que exprimía con una piedra redonda, y nadie podría decir jamás que mi bisabuela era un bruja. Pero si del cielo te caen lanzas de fuego es porque algo has hecho mal y tienes que volver a comenzar, una vez más, y como tienes tres vidas no hay problema. Pero si a la tercera no encuentras la manera se salir del bosque sin dejarte atrapar o sin poder esquivas los designios divinos, entonces salado, game over. Y no te quedará más que recordar a Bukowsky: los muertos no necesitan aspirinas o penas, supongo, pero parece que necesitan de lluvia. Ya no podrás descubrir todas las caras que se avecina en los sueños, que viene hacia ti, en un traveling in, que enloquece, porque te da miedo, y no sabes cómo largarte de ahí, aunque estás seguro que tarde o temprano tendrás que despertar de esa pesadilla, pero cuando despiertas estás en otro lado, en un auto que se desplaza solo, a toda velocidad, por una carretera que parece dirigirse al cielo, y sabes que al final no habrá más que un abismo, y mientras más avanza el auto, más seguro estás de que te llega la hora final, pero cuando estás a punto de llegar, de enfrentarte a la muerte, inhalas el aire a todo pulmón y te vuelves a despertar, con la seguridad de que un segundo más, y no habrías podido despertar. Entonces te das cuenta que estás cerca de la caja que contiene las películas y los casetes, y no sabes no cómo has llegado ni cómo hacer para verlos. Y te alegras de estar vivo, de que una constatación como esa, tan pueril, te haga saberte el hombre más dichoso del planeta, y te tocas el cuerpo para saber que has regresado completo, y hasta tienes ganas de reírte, pero te contienes, aprietas tus manos contra el pecho para retener esa alegría que ahora se convierte en una bola amarga atrapada en la garganta. Y así habría seguido a no ser porque cambiaron las cosas. Pasó así: C estaba frente al mar. Tenía una botella de cerveza en una mano y un cigarrillo a medio terminar en la otra. El pelo le caía sobre la frente. Los hombros y la espalda mostraban ampollas producto de las quemaduras solares. Una mujer vieja apareció en su campo de visión. C la miró en su andar lento. Vestía de negro. Se había quitado los zapatos y los tenía en una de sus manos. El cabello plateado. Estaba entre C y el mar, a no más de veinte metros, pero parecía no prestar atención más que a su propio caminar. Miraba las huellas que sus pies dejaban en la arena. Así debió seguir hasta el final de la playa, pero C ya no la vio. Se levantó abruptamente. Regresó al hotel, tomó su maleta. Pagó en la recepción, y encendió el motor del Mercury. Y llegó a Quito, y decidió dejar su trabajo, su vida, y vendió todo, y se encerró en un viejo cuartucho del centro histórico. Dijo, O sea que tengo que inventarme un país, una ciudad y, quizás lo mejor de todo, tengo que inventarme a mí mi mismo.

lunes, 2 de julio de 2007

La mañana siguiente llegó como una fantasma. Una suma de vapores que se confundían con el sol, los carros agolpados en la esquina, el sonido de los aviones que estrujaban las ventanas. C se despertó. Prendió la cafetera. Quería romper a como diera lugar ese chuchaqui seco, con esa patada china que se apretaba en sus ojos, con ese dolor punzante encaramado en la espalda y cuello. Sorbió el café. Prendió un cigarrillo y tomó dos tabletas para el colesterol y una para el ácido úrico. Sacó dos huevos del refrigerador y los puso en un vaso de cristal. Los restos de cerveza se mezclaron a toda madre en la licuadora con los huevos. Prendió la radio, la televisión, se puso un walkman y dijo, ¡Tres mil veces mierda! Eran las nueve de la mañana. El ruido de la calle aumentó. Apagó el segundo cigarrillo. Regresó a tomar las sobras del café cargado. Y ahí, en medio de la cocina, se descubrió más ridículo que nunca, con una camiseta raída y los calzoncillos sucios. El pelo largo y desbaratado. Una barrita colgando y las piernas flacas, de pajarito raquítico. La barba surgiendo a salto de mata. Y recordó la noche anterior ¿Cuántas noches eran realmente las que había pasado? ¿Una, dos, diez? Ese vértigo regresó débil, con los arrestos de un perro callejero. Y era, más bien, una versión que lo que había vivido. Esa sensación golpeó la cabeza con fuerza. Un poste de luz que cae encima. Un batazo. Un quiño. Un golpe de aire. Y se dio cuenta, sobre los azulejos celestes y desgastados, con un rumor inmenso que parecía querer entrar por las ventanas, que ya nunca más volvería a ver esa luz, esa luciérnaga, ese maravilloso segundo en que se juntaron todos los pedazos de la vida, todos los tiempos, todas las imágenes, que ya nada podría ser igual. Caminó, con el mundo sobre sus espaldas, hasta el baño. Abrió el agua de la ducha y se metió, deseando ahogarse. Pero no lo hizo. En vez de eso tomó una pantaloneta y unas chancletas y las metió, junto con una toalla y un frasco de protector solar, en una maleta. Pasó por una gasolinera y cargó de gasolina su mercuy, y se fue a la playa. Quizás la brisa del mar podría despejar su cabeza maltrecha. O, si era el caso, encontrar el suficiente coraje para entrar al mar, y solucionar, de una buena vez, todos sus problemas. Abandonar las palabras, aquellas que le destruyen, que se vuelven un tumor, imposible de extirpar, y pensó en el comandante Padilla, y en los sufrimientos espantosos que padeció mientras luchaba contra su cáncer estomacal, y le dolió el colón, y por unos segundos lo volvió a mirar en una de las camas del hospital del Seguro Social, con los ojos llenos de vida y la sombra de la muerte que le devoraba las entrañas. C está conciente de su fracaso, de la batalla que acaba de perder. Pero no sufre, al menos así se convence, sus parámetros del bien y el mal se han desvanecido. No le importa huir, dejar de lado su trabajo sin avisar a nadie. Aplasta el acelerador y el motor ruge. Ha decidido, sin todavía saberlo del todo, matar su presente. Es dueño de su destino, ser omnipotente, que vive en los sueños, en las fantasías, en las alucinaciones. Toma otro bocado de vodka y enciende otro cigarrillo. Visto así parece haber adquirido un carácter místico. Se desconecta del tiempo.