domingo, 23 de septiembre de 2007

Sábado al mediodía. Continuar caminando. Ir a la farmacia. Que puede ser una tienda, porque lo que C necesita son aspirinas para mezclarlas con coca cola. Es una de las fórmulas que más le han dado resultado. Esa es la ventaja de la literatura. Si recuerdas, en los momentos precisos, a ciertos personajes que solucionan sus contingencias, puedes estar salvado. Eso obtuvo de la fórmula diaria que Perry utilizaba para despertar. También tiene que ir a una farmacia porque necesita preservativos. Dos paquetes. Es mejor comprar de dos en dos, así se puede estar tranquilo durante varios días. C los utiliza para masturbarse mientras ve alguna película pornográfica. Ese sexo, aislado en su propia soledad, es de los más satisfactorio, porque solo uno mismo puede acariciarse con precisión, apretando o soltando, según sea el caso, aumentando o disminuyendo la intensidad. Con el paso del tiempo el encuentro con su cuerpo ha sido un acto de consumación, de violenta necesidad. Hace años, en los límites de una adolescencia naciente, C requería de dos o tres veces diarias para aletargar un deseo impetuoso, aunque todavía impreciso. Tan es así que la necesidad de acariciarse no le llegó como un arrebato biológico. Fueron los recreos en su colegio lo que le impulsaron a hacerlo. Está de pie, junto con dos o tres compañeros más, en el centro de la cancha de fútbol. Ha llovido intensamente en la noche anterior, así que nadie se anima a jugar en ese lodazal. Sobre todo porque nos hay compañeras de clase, a quienes dedicarles las jugadas. Para qué lanzarse sobre la pelota, como un animal, si no hay otros ojos que no te reconozcan. El Mono lleva la conversación. Dice, Oye, ¿ya te has pelado la pepa? Machado, un lojanito con aires de gran señor, le mira con perplejidad. C mira los ojos desconcertados de Machado y decide, sobre la marcha, que se unirá al Mono, por eso dice, como si supiese realmente de lo que está hablando, En serio Machado no te has pelado la pepa. El lojanito duda, las palabras se le atornillan en la lengua. Ni el dinero mal habido de su padre arquitecto, ni los mimos de su mama, le salvan. El Mono le deja sufrir. Disfruta de ser el primero que hace esas preguntas. Es el más alto de todos los alumnos del segundo curso, así que ha decidido reafirmar su condición, dice, Sí, que si te has estirado la vena. C continúa a afirmar con la cabeza como si él, que todavía mira el Chavo del Ocho, tuviese la respuesta segura. Machado se pone blanco, no le gusta quedar en evidencia de su ignorancia, porque como va ser posible que un hijo de una de la zonas cultas del país, no pueda resolver una simple pregunta. El Mono continúa, ¿Qué si te has sobado el pajarito? Ahí nos damos cuenta todos de lo que está hablando. Machado respira con cierto alivio, dice, Claro, claro, lo que pasa es que me confundiste con eso de pelarse la pepa. Es tarde, C se encierra en el baño a estirarse la vena, pelarse la pepa, sobarse el pajarito, aunque no tiene la más puta idea de cómo se hace. Ahí, en medio del frío cuarto del baño, recuerda lo sueños de los últimos días que parecen adquirir sentido. Con el paso de los días la costumbre de encerrarse en el baño causa molestia para los otros habitantes de la casa. Es que solo hay un baño, y, como es de suponer, casi siempre tiene alguien adentro, y otro a la espera. Entonces cuando C se encierra, provisto desde hace algunos días con fotografías de mujeres desnudas, supone una tortura para los otros. Pero a C no le importa, o se hace el sordo. Quizás, digo yo, realmente está medio sordo. Concentrado en mirar como su miembro se alza, en el río de emociones que parecer querer romper un dique invisible. La mano le duele, el antebrazo y la muñeca. Cambia de mano. Pero no puede, no tiene la destreza. Cierra los ojos y descubre senos y nalgas de mujeres que ha visto en la televisión, en las revistas, ninguna en especial, una suma de partes, de fragmentos que componen un cuerpo inmenso. De tanto en tanto abre los ojos y mira un fotograma de Sodoma y Gomorra, y vuelve a cerrar los ojos. Otra vez piernas, manos, senos, culos, cientos de culos, y sexos, que son superficies velludas que intuye. Algunos momentos aparece el rostro de Ramona, su madre, entonces C se desinfla. El rostro no se presenta con un gesto condenatorio. No es ella detrás de la puerta, que descubre a su hijo entregado a las manualidades. Es el rostro de ella, desprovisto de emociones, como una fotografía digital, retocada hasta quitar cualquier rasgo de humanidad, pero, y eso es lo que le produce temor, más presente que nunca. La madre de C está leyendo. Y cuando lo hace el mundo se concentra solo en las palabras. Está sentada en un sillón pequeño, tiene un chal sobre las piernas. La luz de la tarde entra por la ventana. Al otro lado, en una esfera desconocida para todos, C se encuentra con su idiota, con ese otro enajenado que aparece en los filos del gozo. Su cara se frunce, cierra los ojos, el corazón golpea, y se hace el gemido, la primera anunciación, la pequeña muerte. Sale del baño como si nada, con una vergüenza que ha sido lavada con jabón de rosas. C sigue derecho, y ser pierde, como casi siempre en el paisaje de su casa, en las faldas de una de las montañas que circundan la ciudad.

2 comentarios:

Mariuxy dijo...

Al regresar no solo se vuelve a la rutina del trabajo y de la vida sino de los deseos y sueños… vuelvo al Señor C
“Sobre todo porque nos hay compañeras de clase”

Anónimo dijo...

Este señor C, sí que se las trae..