lunes, 6 de agosto de 2007

Jueves. Todo vuelve a la calma. Hay otro presidente. C se queda en el departamento. Cocina pasta. Toma una botella de vino blanco. Fuma un chafo. Más tarde un café y alguno cantuchines. Le encantas estas galletas con almendras. Le llega la imagen amarillenta, como del color de la orina, de la Strega, una bebida del sur de Italia. Y los paisajes de la Toscana, en verano, los cielos azules que cubren inmensos campos verdes. Los castillos, otrora fortines violentos, convertidos en restaurantes. Las fiestas que celebran los matrimonios. Los antipastos, los platos fuertes y los postres. El limonchelo. Y todo le parece un sueño, un paisaje de colores, que se derrite en la fría tarde quiteña. En la noche mira la televisión, y se duerme con el sabor amargo que deja la vida cuando está atravesada por el dolor.
Viernes. Se levanta y va al parque. Faltan dos días para recuperar ese instante maravilloso. C se ha convencido de que lo va a lograr. Que su fuerza de voluntad, y todos los pasos que tiene que dar, escrupulosamente anotados, serán suficientes para repetir ese momento. Se pone un calentador y se va a un parque. Mira los árboles, y los caballos amarrados a sus troncos. Son viejos y maltratados ejemplares que deben soportar a los clientes que pagan por montarlos unos minutos. Hay otros, lustrosos y sanos, que montan los policías. En la noche se va a un bar, de esos que además tiene una diminuta pista de baile. Toma vodka tras vodka, y mira a las parejas dar decenas vueltas, agarrados de las caderas, de los brazos. Apretados y sudorosos. C fuma. El aire está denso, fantasmagórico. Solo descubre ojos, y el brillo de unos lentes. El sonido del hielo en las copas, y la música que retumba en todas las esquinas. El piso se mueve. Eso cree C, pero no es así. El es quien se mueve. Está como en un barco en alta mar. Se va hacia la izquierda, parece que el piso se inclina hacia ese lado. La noche le pasa volando. Cuando sale del bar son casi las cuatro de la mañana. Apenas puede caminar. Sería presa de cualquier ladrón sin mayor problema. En las calles ya no hay el fragor de hace algunas horas. La mayoría de la gente se ha marchado. Quedan los borrachos, los vendedores de droga, las prostitutas, los travestis y los policías. C llega a su departamento. Y duerme. El sábado se pasa en la cama, bebiendo agua, café, y tratado de leer, infructuosamente, a Heiddeger. No quiere saber nada. Apenas ha tenido fuerza para lavarse los dientes, bañarse y regresar a la cama. Goza de este maltrato, porque así su cabeza se rinde y deja de pensar en que ya faltan solo pocas horas para que llegue el domingo. A las once de la noche apaga las luces, se toma la mitad de un somnífero y se mete bajo el edredón. Y sueña. Es niño. Lleva un traje de torero. Está en medio de la plaza. Sale un toro negro. Corre de burladero a burladero, hasta que se percata de su presencia. Entonces viene hacia él. C quiere correr pero no pude: tiene los pies llenos de clavos, de fierros. Llora. Algunas voces le gritan, Chivo pata de palo, pata de pato. Pero no sabe cómo y ya no está ahí. Está en una morgue. Lo sabe porque el olor de formol y de cadáver se mezclan en el aire. Hay fotos que muestran distintos cadáveres y sus diagnósticos: muerto por balazo, por ahorcamiento, por implantación de silicona. C no quiere seguir ahí, pero sigue caminando. Siente frío. Escucha ruidos. Hay gente que está realizando una película. Las luces iluminan un rostro. C se acerca y reconoce el de su padre. Grita, quiere gritar, pero los sonidos se quedan atrapados en la garganta y la boca. Le duele el estómago. Las tripas se le revuelven. Quiere orinar. Busca, desesperado, un baño, pero no puede hallarlo. La vejiga está por explotarle. Ya no le importa orinará y cagará en frente de todos, si es necesario. Abre los ojos, la madrugada aparece por los filos de la cortina. C se levanta, va al baño, y se sienta sobre el váter, y deja que la heces, la orina, y la muerte se le escurran.

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