C tenía las manos entrelazadas detrás de su cabeza. Estaba acostado y miraba los estucos de la casa vieja donde vivía. Los libros que había salvado de la feria de pulgas estaban dispersos por todos lados. La poca ropa que tomó estaba amontona sobre dos sillas de mimbre. Sobre una mesa redonda estaba la computadora. El destello iluminaba toda la habitación. Había en el ambiente olor a tabaco y café. En la cocina se podían encontrar restos de arroz y una lata de atún. Se desperezó. Tomó un poco de café y sentó a escribir. Recordó los momentos vividos en la playa. Es intenso segundo en que todo pareció tomar sentido. Lo que C había querido siempre era escribir, eso ya es sabido, pero quería encontrarse con la obra total, aunque esto no dejase de parecerlo un poco ridículo, y sentirse una especia de Carlos Argentino, trasnochado y atrapado entre las montañas de los Andes. Durante mucho tiempo sus pensamientos se dirigieron a encontrar excusas para no decidirse a empezar su proyecto, y cuando parecía haber encontrado la fuente inicial de donde beber, la vida, y las contingencias de la realidad, le había quitado la posibilidad. Cuando se fue la luz, y se apagó su computadora, C parecía haber llegado al último punto de un rumbo, y solo le quedaba morir. A eso fue, conciente o no, pero en la playa la mujer y sus huellas en la arena habían aclarado, como un trueno en medio de la noche, los pasos que debía tomar. Si, en aquella singular mañana de domingo, había logrado llegar a ese preciso punto del espacio-tiempo, era posible regresar otra vez a esa convergencia. Se trataba solamente de crear las condiciones que existían en ese domingo. Pero en su interior, esa voz estúpida de la conciencia, o del sentido común, le decía que eso era imposible. Vanos habían sido los intentos de reproducir la vida en laboratorios con abundante tecnología de punta: suponer, seleccionar, mezclar, activar. Al final de la experiencia quedaba solamente una masa verdosa que se asemejaba a un pedazo de plastilina botada por un niño. Sin embargo, su tozudez le llevaba a replantearse el problema, decía, Un instante como el mío puede ser recuperado manipulando las condiciones de la naturaleza, de la materia que depende de mis decisiones. C era escrupuloso cuando de planificar se trataba. Creía que para lograr un regreso a ese punto maravilloso de partida, era necesario repetir, duplicar, clonar las mismas acciones que había realizado la mañana de ese domingo. De la misma manera que se engaña a una esposa repitiendo la rutina, sin que se percate de las pequeñas suturas que esconden el adulterio, se podía tomar el pelo al dios cronos. Y empezó a escribir listas. Debía cumplir cerca de cuarenta acciones. Alzar el brazo, estirarlo, tomar la manija de la puerta, accionarla hacia la derecha, caminar uno, dos, tres, cuatro. Aplastar el botón del ascensor. Mirar al suelo, dejar que salga algún gas atrapado en sus intestinos. Respirar el aire del domingo. Doblar la rodilla derecha y luego la izquierda para agarrar una tarjeta roja que está en el suelo. Mirar la tarjeta por los dos lados, y comprobar que es de un bar de masajes que queda a dos cuadras de su edificio. Y luego un, dos, tres, cuatro pasos, siempre acompasados como lo hizo aquella vez, percibiendo los aromas a cerveza, marihuana y sexo impregnados en las paredes del barrio. Alzar la cabeza, mirar las nubes, la estela que deja un avión. Dijo, ¿es más importante el asesinato, o los pasos preliminares? C pensaba que sería mejor concentrare son en las acciones esenciales. Pero cada vez que quería eliminar un movimiento, que le parecía innecesario, se daba cuanta que este producía un hueco, un cortocircuito en la cadena de las acciones. Por un momento se desespera, cree que todo está perdido, pero disimula, porque sabe que la tarea que se ha impuesto es descomunal, imposible, conllevaba la destrucción de todo lo anterior y al mismo tiempo la creación de lo mismo, de lo idéntico, de lo que por principio ontológico es imposible de lograr. Pero está habituado a sufrir esas dudas inmensas que, como piedras gigantes, parecen caerle de todos lados. Así pasan los días, a la espera de que llegue el domingo para que, como el otro, sea reproducido tal cual. C tiene más de 100 acciones, desde que despierta, sale a caminar y regresa a sentarse frente a su computadora. Está seguro, con esa convicción que se tiene cuando ya nada importa, que la luz no se volverá a ir, que el domingo, como el primer día sobre la tierra, todo estará por hacerse. Cada día la ansiedad aumenta. La espera le carcome. Los minutos parecen detenerse. Ha puesto en cada esquina de su departamento relojes, como si el número pudiese aumentar la velocidad. Pero se vuelven una tortura. C los junta todos y los mete en una caja.
Martes. Y nada sucede. La ciudad se evapora frente a sus narices. El granizo se acumula en los bordes de las aceras, sobre los parabrisas. La gente camina debajo de paraguas, son pocos. Le llega la imagen de Lisboa, las estrechas calles de Barrio Alto y la guerra de paraguas con que deben enfrentarse los transeúntes. Así es en otoño, con un viento que viene del río Tajo. El río nos atraviesa a todos. El Sena, el Támesis, el Amazonas, el Arno, el de la Plata, el Rimac, el Machángara, el Guayas, o el Tomebamba porque en el río está el caudal de lo que se nos va. C piensa, Vivir cerca del río da estatus. Es como tener un pedazo de la naturaleza, quizás el único dentro del cemento, cerca de las manos, pero sin llegar a tocarlo. El río nunca está quieto. En eso nos parecemos. Porque, aunque postrado en la cama, como Sanpedro, el espíritu siempre vaga, atraviesa las ventanas y vuela hasta el mar, o hasta la muerte, que es otra forma de ser libre.
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2 comentarios:
hola juanpis,
ya es hora de que pongas una fotito... aunque sea una del cel...
me vas a escribir algo en mi blog??
nes
otra falla... amontonada...
"La poca ropa que tomó estaba amontona sobre dos sillas de mimbre"
tendrá que poner en los créditos: corrección de estilo Mariuxy
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